AL LECTOR:

Narraciones de hechos y acontecimientos recordados por el autor; otras recogidas de la tradición oral y escrita.

martes, 23 de octubre de 2007

LA CUEVA DEL CUÉLEBRE EN PURÓN
















LA CUEVA DEL CUÉLEBRE

Allá por el ríu Ríu Arriba

Que’l Ríu Arriba li llaman

Perdiánse los paisanos,

Ganáu de pelu y llana.

Y los vecinos del pueblu

Casi, casi qu’espiritaban

Pol mieu que tenían

Y por non saber la causa

De tantas vidas perdidas,

De tanta y tanta desgracia.

Unos dicen que los llogos

O animales de más garra;

Otros que será la Güéstiga

Que pol pueblu de noche andaba.

Tal vez la Paparrandusca

O las bruxas endiabladas,

O bien las fieras Corrupias

Que tienen tan sangrienta fama,

O algún temeroso espantu

Que ningún barruntaba

Hasta qu’un mozu muy llistu

Que por el Rexu segaba

Fue a echar mano al cachapu

Pa afilar la so guadaña.

Miró p’abaxu y se dio

Cuenta de lo que pasaba.

Era un cuélebre horroroso

Que en la cueva asestaba

Y de la cueva salía

Pa comese al que pasaba.

Llargu como d’aquí al Clérigu,

Llargura que hay qu’ achicar

Pa que non diga la xente

Que paez exaxerada

Con güeyos qu’echaben h.ueu,

Varias decenas de patas,

A lo menos venti cuernos

Y una espantosa bocaza

Con diez ringleras de dientes

Afilaos como nabayas

Pa esmigayar en un tris

Al cristianu que pasaba

Como si fuera cuayada.

Al conocer el peligru

Qu’el monstru representaba,

Obrando con rapidez,

La autoridad ordenaba

Que saliera a destruilu.


Con la tropa que mandaba

El General Tarancón

Que en Las Pisas acampaba

Y que dormía a pierna suelta

Axenu a lo que pasaba,

En un molín que tenía

Que no era de buena fama,

Porque unas veces molía

Y muchas más anranaba.

Salió la caballería

Y la artillería rodada

De La Teyera y Los Picos

Las dos valientes Brigadas

Que mandaban Canor y Terio

Y por estar…

Al mando el General en Jefe

Ponerlas en la vanguardia

Y hasta el mismo San Miguel

Con su amenazante espada

Diz que lu vieron baxar

Por entre la Escuela y su casa,

Por si fuera necesario

Rematalu a cuchilladas.

Terminaron los aprestos

Sin nada de nada

Ya ordenada la xente

Dio comienzu la batalla.

Tira unu tira’l otru

Pero no le herían las balas

Y la fiera se reía

De bombazos y pedradas

Debido a que ni unos ni otras

Penetraban en su coraza.

Un soldado de a caballo

Se echó a tierra con la lanza

Y se la metió por la boca

Y el corazón li traspasa,

Más ni por eso se movía

Y de todo se burlaba

Hasta que un audaz tamargu

De los que Terio llevaba

Le h.izo frente con valor

Sin miedo a lo que bufaba

Y le atizó un madreñazu

Por debaxu de la pata

Que lu mandó a los infiernos

Si es qu’el diablu le dio 

posada.

Murió la fiera espantosa

Entre horribles pernexadas

Y así pagó con su vida

Su ferocidad malvada.

Desde antoes, Dios bendito,

Y San Miguel, nuesu guarda

Pasa por allí la xente

Con el ganau o sin nada

Sin miedo a la bestia infame

Que a tantos antes matara.

Por eso la cueva El Cuélebre

A esa cueva así la llaman

Y sin correr pa ella miran

Con notoria desconfianza

Los rapaces de esti pueblu

Cuando pal Mazu pasan.

Pero h.ue tanto el estrépitu

Y el fagor de la batalla,

Que dicen que retuñó

Por el pueblu y su comarca,

Dende los picos del Candal,

Pasando por su garma,

Por el Cuetu S. Miguel

Y la Peña Mari Prada;

El Cantiellu y Peña Tú.

Por Porciles y la Maza;

Por Merodio y Zarzaleñas,

Por las Cuerres y Las Garmas;

Por la Valleya las Corzas

Y la Peña Sopeñalba.


Desde el Cubezu l’Encina

Hasta el Cabeza Roncadas

Volviendo a Peña tu Tía

Que de Peña Tú es hermana

Mas por estar más arriba

No le dan la misma fama.

Las Conchas de Pedreru Vieyu

El H.ondón la Requexada,

El Puente Candalosines,

El Liño y Jayas Quebradas,

Cuetu Blancu, Cuetu Espesu,

H.ortigosu y Malasarmas,

Por el Picu La Peluca,

El H.orcáu y el Cuetu L’Agua,

Jaya Corva y Peña Lluvia,

El Picón las Piedras Blancas,

Brincando a Cuesta Redonda

Y a La Corona la Mata,

Hasta el Coteru Las Conchas,

Entrando a La Pumarada

Qu’era donde estaba yo

Pa dar fe de tal hazaña.

¿Creeislo? ¿No lo creéis?

¿Decís que es cueva inventada?

Allá vos, mas yo lo vi

Una nueche que soñaba

Con el mio pueblín querido

Con el mio Purón del alma.

Vicente Sordo
......



  (Este romance me lo facilitó una vecina de Purón escrito a máquina y yo lo corregí en la medida de mis conocimientos según las reglas de la normativa actual y respetando los vocablos autóctonos del bable oriental y del puroniegu en particular).

jueves, 20 de septiembre de 2007

A QUEIMADA

"Mouchos, coruxas, sapos e bruxas.
Demos, trasgos e diaños, corvos, pintigas e meigas.
Pobres cañotas furadas, fogar dos vermes e alimañas.
Lume das Santas Compañas, mal de ollo, negros meigallos.
Cheiro dos mortos, tronos e raios.
Oubeo do can, pregón da morte.
Averno de Satán e Belcebú.
Lume dos cadraves ardentes.
Corpos mutilados dos indecentes.
Peidos dos infernales cús.
Muxido da mar enbravescida.
Barriga inútil da muller solteira.
Falar dos gatos que andan a xaneira.
Con este fol levantarei as chamas
desta lume que asemeia ao do inferno,
e fuxirán as bruxas a cabalo das suas escobas,
índose bañar na praias areas gordas.
¡Oide, oide! os ruxidos que dan as que non poden
dexar de quemarse no aguardente.
E cando este brebaxe baixe po las nosas gorxas,
quedaremos libres dos males da nosa alma e de todo embruxamento.
Forzas do ar, terra, mar e lume, a vos fago esta chamada:
Si e verdade que tendes mais poder
que a humana xente, eiqui e agora,
facede que os espritos dos amigos que están fora
participen con nos desta queimada."

Mochuelos, lechuzas, sapos y brujas.
Demonios, trasgos y diablos, cuervos, salamandras y hechiceras.
Pobres castaños huecos, hogar de gusanos e insectos.
Lumbre de los aparecidos, mal de ojo, negros hechizos.
Hedor de muertos, truenos y rayos.
Aullido de perro, anuncio de muerte.
Infierno de Satán y Belcebú.
Fuego de cadáveres ardientes.
Cuerpos mutilados de indecentes.
Pedos de culos infernales.
Mugido de mar embravecida.
Barriga inútil de mujer soltera.
Maullidos de gatos en celo.
Con este fuelle levantaré las llamas
de esta hoguera como las del infierno
y huirán las brujas a caballo de sus escobas
para bañarse en playas de arenas gruesas.
¡Oíd, oíd! los rugidos que dan los que no pueden
dejar de quemarse en el aguardiente.
Y, cuando este brebaje baje por nuestras gargantas,
quedaremos libres de los males del alma y de todo embrujamiento.
Fuerzas de aire, tierra, mar y fuego, os hago esta llamada:
Si es cierto que tenéis más poder que los humanos, aquí y ahora,
haced que los espíritus de los amigos ausentes
participen con nosotros de esta queimada.

domingo, 2 de septiembre de 2007

EN TORNO A CELSO AMIEVA



Cuando camino por la Calle Mayor y por las calles aledañas, no puedo dejar de leer los versos grabados en placas de hierro del poeta llanisco al que tuve la suerte de tratar aunque sólo sea de forma efímera. En el año 1985 asistí invitado a un homenaje que el Ayuntamiento de Llanes le dio. Fue en la terraza del Hotel D. Paco donde lo recuerdo un día soleado. Hubo un momento en que le dejaron solo los periodistas y amigos. No hubiera tenido ocasión de conversar con él si no fuera porque me encontraba al lado de su hermano, mi bienquisto profesor de Física de mi época de bachiller del Instituto, D. Andrés, y que me presentara como alumno suyo. Eso bastó para relajarme y aportar mi parte en aquel homenaje. Acababa de leer “Asturianos en el destierro”, obra que había sido publicada por Ediciones Ayalga en 1977. Habían bastado dos cosas para entusiasmarme con su lectura. Una, el hecho de ser autor llanisco y otra por tratar en él de la guerra y el exilio. En dicho libro, menciona a un compañero en el campo de concentración de Argelès francés y que cualquier lector pudiese imaginar personaje ficticio de pura invención novelística. Pero, coincidencias de la vida, me recordé de una historia que había oído contar sobre alguien como él y de esa forma, todos los demás nombres dados por Celso Amieva en la obra recobraron identidad real.

"Habiendo dejado mujer y una hija a punto de nacer por escapar de las represalias, que se tomaban contra los que se habían alistado en el ejército republicano, logró no sin contratiempos pasar la frontera. Cuando pudo, mandó las primeras noticias suyas a la dirección de su mujer. Deseaba estar al día de lo que pasaba en su tierra con el ánimo de regresar cuando se acabase todo, pero no recibía noticias de ella. Pensaba en su hija a la que no había podido ver nacer. Cuantas cartas mandó a Asturias, tantas acabaron en la papelera o en los archivos del puesto de guardia del pueblo. Al fin, un día recibe la contestación a la última carta mandada por él. En lugar de una extensa misiva de su amada, pudo leer algo así: " su mujer e hija han fallecido atropelladas por un camión". Cagancho no volvió a mandar más cartas y pasado algún tiempo, se casó con la hija del dueño de la granja donde trabajaba desde hacía unos años.
Pasaron cuatro décadas. En un pueblo asturiano, como en tantos otros, vivía una mujer de canosa cabellera que tanto en su atuendo como en sus historias portaba el luto al que se había consagrado de por vida. Las cosas en España estaban cambiado con los últimos acontecimientos políticos. Habían regresado los más destacados políticos del exilio. Ya le parecía que tardaba, para ser cierto lo que su corazón decía que estaba vivo, a pesar de la nota que había recibido del puesto de guardia, por la que supo de la  muerte de su marido, en los primeros años, tras la fuga de un campo de concentración francés.
Su hija con su marido, viajaba todos los veranos al país vecino. A la madre no le decían nada por no darle falsas esperanzas, con el afán de encontrar al padre. Habían oído contar a gentes que habían emigrado a Francia haber oído hablar a otros de su padre, pero nada había en claro. Aunque no concordaban todas las habladurías, en ellas coincidía una: la misma localidad de ubicación. Era cuestión de batir el terreno, primero barrio por barrio y comprobar las listas de correos en los buzones de los edificios. Habría sido un trabajo arduo a no ser que la suerte se pusiese de su lado. Así, durante varios veranos, se acostumbraron a poner su Citroën 2 CV a recorrer cuantos pueblos conformaban las distintas comunas de los alrededores de Argelès. Un nuevo viaje, —esta vez el último—, se decían, antes de tirar la toalla, que vendría a dar los resultados tan esperados como desconocidos.
Un viernes y tras cerrar el cinturón de búsqueda, en el puesto de policía lograron obtener, gracias a la amabilidad del que hacía la guardia, una dirección y un número de teléfono. Llamaron desde una cabina. Una voz en un francés correctísimo, después de los convenientes saludos les concedió una entrevista. Era la primera vez que venían paisanos suyos a saludarle y puede que le trajesen noticias de su tierra. Quedó en recibirles el domingo a las doce en la terraza de una conocida cafetería.
Se puede uno imaginar los nervios de los tres en la espera mientras vigilaban todas las calles que convergían en la pequeña plaza. Al fin, vieron cruzar la calle a un señor ya mayor, de rostro arrugado y apoyado en su bastón. Parecía faltarle el aliento para llegar a donde le esperaban o quizás aborrecía encontrarse con la verdad o con una nueva desilusión. Vio como una pareja y un chaval se levantaban y se dirigían hacia él y le invitaron amablemente a sentarse con ellos. La mujer parecía llorar y el muchacho se notaba nervioso. El padre parecía el más tranquilo de los tres y fue el que le saludó en un francés correcto. Sólo lo justo para el saludo. Continuaron las presentaciones en español con aquel acento de las cuencas tan entrañable y que aún podía reconocer a pesar del tiempo pasado.
En cuestión de pocos minutos, Cagancho se enteró de que delante de él tenía a su pequeña, hecha ya toda una mujer, a su nieto y a su yerno. ¡Había pasado tanto tiempo! Les preguntó por la abuela, casi llorando con un enorme nudo en la garganta. Sabía de ella desde hacía unos diez años, pero nunca fue capaz de vencer el miedo a visitarla. Él no había dado señales de vida, pero en ella había el constante presentimiento de que aún vivía su 
marido. No solía hablarlo con nadie, excepto con su hija y acaso se lo contaba a su hermano y hermanas, pero nadie trataba de convencerla de lo contrario. Era tan habitual esa situación que a todos les parecía del todo normal. Sin embargo, esperaba que el tiempo le quitase la razón o le diese la ocasión de ver aparecer al hombre que había amado. Cuando alguien llamaba a la puerta su corazón seguía sobresaltándose.
Tras estos recuerdos no pudo ya aguantar las lágrimas y lloró. En un rato no pudo emitir palabra alguna. Después, entrecortadamente les contó cómo después de haber recibido la nota del puesto de policía, pasados unos años, contrajo matrimonio civil con la hija del patrón que le había protegido en su granja. De ese matrimonio tenía un hijo. Así vivió feliz hasta que la muerte le arrebató a su amada. En la actualidad vivía solo. Recibía una paga como excombatiente y además cobraba un alquiler por la granja. Su hijo estaba residiendo en otra población distante donde trabajaba y había formado su propia familia. No sabría cómo reaccionaría su hijo cuando se lo contase. Lo propio sería concertar para el próximo verano la entrevista entre los dos hermanos. El tiempo jugaría a su favor. Los tres le dieron ánimos a ello y después de hablar de muchas cosas familiares se abrazaron y se despidieron. Dejaron al pobre hombre al pie de su casa, y animado a volver a visitar Asturias. Lo más difícil de todo aún quedaba por pasar. ¿Cómo explicaría a su viuda que todo lo ocurrido en sus vidas obedecía a la maldita guerra! No podía esperar comprensión tampoco. Comprendía que después de tan larga espera no bastasen explicaciones por verídicas que éstas fuesen. También es cierto que podía haberse arriesgado a volver como lo hicieron otros. Cuando todo el peligro pasó vivía feliz con su mujer y con su hijo y no valía la pena destrozar esa felicidad tan caramente conseguida.
Dos años desde este encuentro tuvieron que pasar aún para que volviese a su pueblo natal, de visita porque nunca pudo dar explicaciones a su viuda. La pena o la nostalgia de los años perdidos habían cerrado todas las posibilidades para el encuentro esperado. Los dos hermanos se encontraron y celebraron su existencia, viéndose con frecuencia a partir de entonces."

Esta historia se la conté a Celso y a D. Andrés en la terraza del Hotel D. Paco. Me escuchó en silencio quizás sumido en recuerdos de historias parecidas. Me escribió una dedicatoria en el libro “Antología poética” bajo la fotografía tomada por Juan Ardisana.
Días más tarde, salía de la farmacia de Llano y le cedí el paso en la estrecha acera. Me dio las gracias y me volví a presentar. –Ah sí, el maestro de Pendueles -recordó. Yo iba con mi mujer y mi hijo de dos años. Le invitamos a tomar algo en la Cafetería Auseva. Tras los grandes cristales de aquel establecimiento que sabía conservar la nostalgia de otros mejores tiempos en sus maderas bien conservadas, mirábamos pasar la gente apresurada por la calle principal. Sólo rompía el silencio del lugar, la voz del poeta y la vieja máquina registradora de teclas nacaradas. Recuerdo al poeta con mi hijo sobre sus rodillas mientras nos contaba con su tranquila elocuencia el resumen de sus andares por los pueblos de Ribadedeva donde había ejercido de maestro. Prometió hacerme una visita en mi escuela cuando regresase de Moscú, el último viaje del que sólo regresaron sus cenizas que descansan en su bien amada Cadexana, en el panteón desde donde se pueden ver los reflejos plateados del agua ensenada de la ría.
Biografía:  

El poeta Celso Amieva (1911-Moscú, 1988), seudónimo de José María Álvarez Posada, nacido accidentalmente en la localidad cántabra de Puente San Miguel, en cuya escuela a su padre le habían destinado como maestro, profesión ejercida luego por él mismo; el desenlace de la guerra civil le obligó a pasar a Francia en el año 1939; posteriormente se fue a México, donde trabajó como profesor de castellano, traductor de poemas franceses y colaborador de numerosas publicaciones de toda América, siendo condecorado en 1959 con la Medalla Artística de la Revolución Mexicana por el guión de la película Pueblo en armas; a partir de 1969 fijó su residencia en la URSS. El Soviet Supremo le premió en 1985 con la Orden de la Amistad de los Pueblos. Una Antología poética con selección de sus principales poemas, hecha por el llanisco Pablo Ardisana, fue editada por el Servicio de Publicaciones Principado de Asturias en el año 1985.

Ver también sobre el mismo Poeta, mi escrito en este mismo blog: "Elegía a Celso Amieva"

domingo, 19 de agosto de 2007

CAPERUCITA LA DESPISTADA

INTRODUCCIÓN
Obra de teatro preparada a partir del famoso cuento infantil, pero escrita mientras la representábamos en los recreos de los días lluviosos y ensayada al sol en el patio.
Explicación: He querido hacer un texto en el que nadie salga dañado, sin rasguños tan siquiera, porque la violencia, sea de género o de número no está en consonancia con el disfrute de la lectura o del ejercicio de la comedia infantil.
Obra para ser representada por todos los alumnos del aula, pero tuve que inventar personajes de acuerdo con las posibilidades del grupo de actores.
Me hubiera gustado contar cuando la representamos con una alumna, a la que una enfermedad obligó a permanecer ausente de nuestra aula y que felizmente ya tenemos ocupando su pupitre, María. Todos le dedicamos esta humilde obra de teatro infantil.

Reparto escénico por orden de edad.
Mamá: Ainoha
Papá: Marcos
Tía: Elisa
Hijo: Hugo
Abuelita: Cristina
Caperucita: Julia
Lobo Extraño: Laura
Lobo normal: Iván
Guardabosques: Manuel y Simón
Ayudante de escena: Charlotte
LIBRETO Entre todos.
AGRADECIMIENTO A:
Los espectadores por soportarnos,
A quienes no pudieron venir, pero hubieran querido hacerlo.
A quienes nos ayudaron.
Al sol, al aire y a la naturaleza que nos rodea.

NOTA: Cualquier parecido con la realidad en los nombres o en los textos es pura coincidencia circunstancial.

ACTO I
Se ven unas casitas donde vive Caperucita con sus padres.
Música de fondo:
ESCENA I
MAMÁ: Caperucita, date prisa o llegarás tarde a casa de la abuelita.
CAPERUCITA: Sí mamá. Buenos días papá. Otra vez a casa de la abuelita. ¿No podría ir mi hermano?
PAPÁ: No; sabes que tu hermanito es pequeño para andar solo por el bosque.
HERMANITO: Yo no soy pequeño. Yo quiero ir, Buah (Hace que llora).
MAMÁ: No pequeñín que el bosque está lleno de peligros. Tú te quedas con mamá.
PAPÁ: Bueno, Caperucita. No te salgas del camino; anda por ahí un lobo nuevo.
CAPERUCITA: Bah; tonterías. Los lobos no me dan miedo. Sólo sirven para asustar a los niños.
MAMÁ: Claro que no, Caperucita, pero ya sabes que en el cuento existe uno y nosotros estamos en el cuento. ¿Qué iban a decir los niños si no apareciese?

ESCENA II
TÍA: ¿Hay alguien en casa?
MAMÁ: Entra, Eli. Ya nos vamos. Voy a coger mis cosas.
TÍA: Buenos días, familia. Caperucita, ¿adónde vas tan abrigada con tu caperuza? ¡Vaya bien que te sienta!
CAPERUCITA: A casa de la abuelita a llevarle su desayuno: panecillos y un tarro de miel.
MAMÁ: Caperucita, procura no echar las horas muertas por el camino y regresa pronto para la comida.
CAPERUCITA: Está bien, mamá. Un beso a todos. Besos. (Los da con sus manos)

ESCENA III

PAPA: Hoy iremos al monte donde el lobo suele merodear.
GUARDABOSQUES: Sí; vamos ya. ¿Sabe algo Caperucita de todo esto?
PAPA: Sí; lo sabe, pero como si no: Caperucita es una niña muy valiente y no le teme a nada.
GUARDABOSQUES: Pues yo estoy algo preocupado.
PAPA: Lo extraño es que parece un lobo vegetariano, porque no ataca a los rebaños. Como si se alimentara de hormigas. ¿Tú sabes si existen lobos hormigueros?
GUARDABOSQUES: No creo.
PAPA: Pues será un lobo de otro planeta, ¡qué sé yo!

ACTO II

Se ve a Caperucita andando lentamente por el bosque, recogiendo margaritas, dientes de león y alguna que otra florecilla de las que tan amante es para su herbolario.

ESCENA I

CAPERUCITA: ¡Ay! Vaya pinchazo. Trialarán, larán… Trialarán, larán…
LOBO EXTRAÑO: Oiga, jovencita. ¿Sabe a dónde da este camino? Oiga, por favor… ¿me podría usted decir adónde conduce este camino?
CAPERUCITA: Trialarán, larán… Juraría que oí una voz… Trialarán, larán… Trialarán, larán…
LOBO EXTRAÑO: Insisto, jovencita. Le estoy hablando yo, ¡EL LOBOOOOO!.
CAPERUCITA: ¡Ah qué susto me has dado! So tonto. Deja de jugar a disfraces que no es carnaval y vete a casa de la abuelita.
LOBO EXTRAÑO: ¿La abuelita? ¿Qué abuelita?
CAPERUCITA: Vamos, amiguito, ya está bien de bromas, sabes a qué me refiero ¿Vas a ir o no? Yo iré por el camino más largo y tú por el corto, como siempre..
LOBO EXTRAÑO: ¡Qué raro, no! Pues iré por donde me dice. Recogeré unas castañas para calmar el hambre. Mi alergia a la carne me hace más parecido a un jabalí que a un lobo, pero las castañas están bien ricas.

ESCENA II
ABUELITA: ¡Hola, Caperucita! Viniste muy pronto, todavía el lobo no ha llegado. ¡Qué falta de respeto para con los niños! Y ahora ¿cómo vamos a continuar con el cuento?
CAPERUCITA: No sé, abuelita.
ABUELITA: ¿Te encontraste con él?
CAPERUCITA: Sí, en el mismo lugar, pero… ahora que me doy cuenta… ¡No era el mismo lobo!
ABUELITA: ¡Qué me dices! ¡A quién habrán mandado esta vez! ¡Qué poca formalidad!
CAPERUCITA: Abuelita, tenemos que hacer algo rápido sin que llegue. Déjalo de mi cuenta.
ABUELITA: Jajaj… Es muy buena idea. Vamos a preparar todo que no hay más tiempo que perder.

ESCENA III
LOBO EXTRAÑO: Muy buenas, señora. Usted es la abuelita de una niña que se llama… espere, se llama…
ABUELITA: Caperucita.
LOBO EXTRAÑO: Eso es. Pecuriceta. Verá. Me mandan acá como actor para la representación de un cuento infantil, pero no sé de qué va porque no me dieron el guión.
ABUELITA: Desde luego… cada vez se quiere abaratar más las cosas y ¡claro! contratan a un actor de tres al cuarto.
LOBO EXTRAÑO: ¿Qué dice, señora? Si quiere me voy por donde vine y que manden a otro en mi lugar.
ABUELITA: No, espera, todo saldrá bien como siempre, tú no tienes nada más que dejar que la acción transcurra.
LOBO EXTRAÑO: Si usted lo dice… me quedo.
ABUELITA: Escóndete detrás de la casa; y sal cuando yo te avise.

ACTO III
Todo transcurre delante de la casa de la abuelita. Vean.
ESCENA I
ABUELITA: Entra, pero llama fuerte a la puerta, porque se supone que estoy muy sorda y recuerda que no eres el lobo: eres Caperucita.
LOBO EXTRAÑO: ¡UHF! Vaya trabajito. Aclararé mi voz: “Soy Caperucita…” ¡Anda, otro lobo! ¿Será algún especialista que enviaron a sustituirme? Me quedaré escondido para ver qué pasa.
LOBO: ¿Estás en cama, abuelita?
ABUELITA: Sí hijita, entra con tu cestita.
LOBO: ¡Qué cara tan paliducha tienes!
ABUELITA: Es porque me eché la crema, Caperucita.
LOBO: Abuelita, ¿cómo es que tus ojos brillan así?
ABUELITA: Es que estoy cansada de tantos panecillos y tanta miel. Mejor me hubieras traído unas botellas de sidra.
LOBO: Pero, abuelita, ¿cómo es que tienes las orejas tan coloradas?
ABUELITA: Es porque me da vergüenza hacer siempre de sorda, enferma y bonachona.
LOBO: ¡Ah, qué hambre siento!. Soy el mismísimo lobo y esta vez te comeré… ¡ay! …
ABUELITA: ¡Con que me comerás¡ Toma y toma y toma.
LOBO: ¡Ayyyyyyyy! Esta abuelita está loca. ¡Que alguien me ayude!

ESCENA II
LOBO EXTRAÑO: Qué miedo pasé. Vaya cómo actúan de bien. Casi me muero del miedo que me entró. Me acostaré un rato en esa cama tan mullida. Ya me llamarán cuando me encesiten.
CAPERUCITA: Abuelita. Trialarán, larán… Trialarán, larán…
LOBO EXTRAÑO: Oigo llegar a Caperucita, es el mismo cantar que escuché cuando nos encontramos allá abajo. Me haré el dormido. ZZZ…
CAPERUCITA: Abuelita, despierta, mira lo que te traigo.
LOBO EXTRAÑO: ZZZ…
CAPERUCITA: Pobre abuelita. No entro, pero por si acaso se despierta aquí le dejo su comida.
LOBO EXTRAÑO: Vaya suerte la mía. Empezaré con los panes y la miel, Me encanta este desayuno. Miraré en la nevera a ver si le queda leche. ¡Qué rico está todo!

ESCENA III
GUARDABOSQUES: Es rarísimo, hay huellas de lobo pequeño. Es como si fueran dos.
PAPA: Sí; es extraño. Estas parecen de un lobo borracho porque van haciendo curvas. Como si anduviese a castañas, pero que yo sepa, los lobos no comen castañas. ¡Qué raro!
GUARDABOSQUES: Vamos a la casa de la abuela. Me temo lo peor.
PAPA: Corramos. ¡Caperucita! ¡Dónde estará esta niña!
CAPERUCITA: Sí, papá. ¿Qué ocurre? ¿Cómo por aquí? ¿No confiabas en mí, papá?
PAPA: Hija, ¡qué bien que al fin te encuentro!
GUARDABOSQUES: ¿Viste al lobo?
CAPERUCITA: Lo que se dice al lobo… Bueno, he visto una especie de lobo blando. Nada comparado con el de otros cuentos.
PAPA: Corramos a la casa de la abuelita.

ESCENA IV
MAMA: Vaya una sorpresa que daremos a nuestra familia, hermana.
TÍA: Sí, desde luego; y con estos trajes no nos reconocerán a la primera. Aparquemos aquí las motocicletas.
MAMÁ: Vaya fácil que fue el examen de conducir.
TIA: Lo teníamos bien preparado. Ahora empezaremos a vigilar a los furtivos. Pobres animalitos del bosque.
MAMA: Yo no quisiera estar en el pellejo de quien encontremos cazando en estos bosques.
TIA: Ni que se le ocurra a nadie coger un caracol.
MAMÁ: Ni cazar un ratón.
TÍA: Ni destruir las toperas.
MAMÁ: Ni… ¿Ves, hermana lo que ven mis ojos?
TÍA: ¡No es posible! Mamáaa… ¿Qué traes en el saco?
ABUELITA: ¡Anda, recórcholis! ¡Los motorizados! ¡Qué hago yo ahora con este lobo!
MAMÁ: Mamá, qué haces fuera de tu casa, si debieras estar malita en la cama con fuertes catarros.
TÍA: Eso, mamá, ¿nos quieres decir qué diantres llevas contigo?
ABUELITA: Pero, ¿qué hacéis así vestidas? Y ¿esas motos? ¿De dónde las sac…?
MAMÁ: Son nuestras herramientas de trabajo. Tienes ante ti a tus dos hijas, del Servicio de Vigilancia del Campo.
TÍA: Y creo que esta va a ser nuestra primera actuación en materia de detención. Debemos sancionarte, mamá. Te hemos pillado in fraganti capturando una especie protegida.
ABUELITA: ¡A mí me tiene que pasar! ¡Mis propias hijas! Está bien proteger a desvalidos animales! Pero, y a mí ¿Quién me protege a mí cuando quiero cruzar la carretera en mi pueblo?

Se cierra el telón.

viernes, 27 de julio de 2007

POZU'L TEJERU


Hace tiempo que tuve la idea de hacer un trabajo simplemente para tener pretexto por el que salir y conocer los lugares más próximos en busca de restos de arqueología industrial de la zona llanisca. Recuerdo que me aventuraba hasta ponerle como título: “Puntos de Interés Etnográfico del Concejo de Llanes”. Este material que se está perdiendo entre las malezas de los distintos pueblos: molinos de agua, caleros, tejeras, minas, herrerías, pisas y un largo etcétera está esperando a ser redescubierto. Realmente no queda gente ya apenas que esté en disposición física de indicarte el sitio exacto.

En este espacio que me cede la dirección de “El Oriente” haré vuestra mi inquietud con el fin de que no quede perdida también en unos Renglones perdidos de mi pésima memoria.
Este término pertenece al conocimiento común de las gentes de Pendueles y Vidiago, ya que está en la Playa de Bretones. Se trata de un pozo de poca profundidad donde los niños se bañan apenas vigilados por sus padres ya que no ofrece aparente peligro. (1) Hace unos veintitrés años que lo conozco y confieso que al principio este término me hizo pensar mucho en el origen del mismo. Allí se pueden ver los restos geológicos de unos plegamientos que poco a poco erosionaron y se observan en una longitud de unos cien metros o quizás más, hasta perderse en la parte más oriental de la playa. Me imaginé que quizás antaño se sacase de aquellas chapas de piedra el material para sustituir a la teja. No me parecía la idea muy buena ya que no se ve su uso en la zona. Por tanto, la explicación al nombre que se le da a este pozo debería ser otra, como ahora explico.
Pasaron unos años y mi afición por buscar en la costa alguna muestra geológica o fósil de interés entre los que abundan allí, me acerqué, aprovechando una marea baja hasta la parte oriental de la playa, donde hay un camino que lleva desde el acantilado a la parte alta donde se instalan las antenas de telefonía. Este camino tiene todas las trazas de haber sido utilizado hace bastante para el transporte con carros. Es un camino empedrado de carrada suficiente aunque el aspecto actual sea el de un sendero peatonal.
Diversos veranos me acerqué hasta el sitio hasta que un día acabé encontrando los restos de una edificación en piedra a hueso, es decir, sin cal ni otro material de unión, salvo es posible que el mismo barro que fuese extraído de las barreras. No cabe duda que esa construcción de apenas dieciséis metros cuadrados fuese la cabaña del tejero que se encargaba de la vigilancia del material y del proceso de secado y cocción del ladrillo y teja. A su derecha, siempre con el mar a la espalda, encontré los restos de la teja. Llegué a pensar que podría ser los mismos restos del tejado de la construcción. Podría ser así, pero existen vestigios de barreras por la ondulada orografía del terreno que hace pensar en el corrimiento de tierras para la actividad tejera. Así mismo abunda el gromo como le llamamos en la zona al tojo, arbusto que una vez cortado y seco se usó antaño, la cádava, para la cocina, y para calcinar la roca en la obtención de la cal. No es el caso éste y en otro momento daré cuenta de varios caleros existentes que en estos lugares encontré.
En una esquina de la construcción que no levanta más de cincuenta centímetros existe una construcción de lo que pudo ser la base del fogón sobre el que descansaría el llar para calentar la comida o simplemente para contrarrestar el frío y la humedad que aporta la mar en las frías noches de invierno. Me queda por encontrar otras construcciones donde se almacenase las tejas para secar o donde esperasen para ser transportadas a su destino.
Creo, no lo puedo aseverar, que estas tejeras de pequeña industria eran destinadas a suministrar a las construcciones que se hacían dentro de la misma zona. El encargado de obra cuando no el mismo propietario de la casa en construcción se encargaba de localizar al tejero de entre los que eran conocidos como tamargos, en las tejeras de León o Castilla, que buena fama tenían del oficio en las Comunidades citadas, los tejeros llaniscos. Corrientemente, el pago de su trabajo se ajustaba por teja elaborada. Además el propietario de la obra debía correr con otros gastos como la construcción previa de los secaderos donde se colocase la teja antes de meterla al horno.



(1)Hace ya unos cuantos veranos, vigilaba a mis hijos que jugaban al lado del pozo. Leía sentado en una roca, pero no quitaba ojo del juego de los niños. La mar estaba un poco fuerte y entraba con fuerza en el pozo. No fue una visión muy clara, creo que fue hasta inconsciente, pero me llamó, afortunadamente, la atención un gorrito de bebé que parecía flotar en las aguas movidas de pozo. Me levanté para ver mejor y eché a correr puesto que debajo de aquel gorrito descubrí la cabecita de una niña, que debió de hundirse en las arenas del lateral del pozo y flotaba sobre las aguas, con ese instinto de supervivencia que dicen tener los bebés en el agua. Pero sin mi intervención estaba a punto de ser arrastrada por la resaca que formaba en la roca que hay al norte del pozo. La cogí en mis brazos para tranquilizarla después de comprobar que no había tragado agua. Todo fue tan rápido que sólo recuerdo a una mujer correr desde el pedrero hacia mí. Me miró a los ojos, aún recuerdo aquella expresión mezcla de extrañeza y gratitud y la forma en que tomó a la niña y se alejó hasta donde tenía su toalla sin decirme nada. Nunca sabré el recuerdo que pueda guardar aquella madre que no fue capaz de decirme ni gracias. Tampoco lo necesité; fue gratificante darme cuenta de la forma que actúa el azar en la vida de las personas. En realidad sólo estaba vigilando a mis hijos. Recordé este suceso, al decir que el pozo no reviste peligro, y si no lo cuento tampoco me hubiese quedado tranquilo.

martes, 19 de junio de 2007

LOS DIOSES DE PEÑAMELLERA



“El sol se ponía tras las montañas y dejaba el valle a solas con la noche. Era el día señalado. Los dioses célticos vendrían, como todos los años, a recoger el tributo que las tribus asentadas a lo largo del Valle, tenían pactado con ellos.”

Sería imposible elegir un lugar estratégico mejor destinado al encuentro. Por un estrecho sendero, se alcanza la cima de la majestuosa Peña que dio nombre, en las generaciones sucesivas, al valle. Al final del sendero, se accede a un llano desde el que se controlan estratégicamente las laderas accesibles del sur, por donde cabría la posibilidad de un ataque sorpresa.”

El nombre de Peñamellera no proviene de otro vocablo que aquél que hace alusión al principal producto que allí abunda: la miel.
Voces bien autorizadas en el estudio de las lenguas y el habla del lugar podrán corroborar que se trata de la evolución de los vocablos Peña + Mier que generó Peña de Mier > Peñamierera > Peñamellera. Al oeste de esta peña, abajo en la margen derecha del Cares, se asienta un poblado denominado Mier, a la sombra de ella.
Pero resulta más convincente y apropiado al tema que nos ocupa la generación siguiente: Peñamielera > Peñamellera, dando así al término una procedencia más antigua y explican, quizás, la existencia del patronímico Melero que abunda en la zona y que hace referencia clara al oficio de recolectores y productores de tan rico alimento.

“Dos hileras de animales de carga subían por el citado sendero que procedían, la una, del Este y la otra del Oeste, en dirección a la cima de la Peña, con paso cansino, pero sin pausas, portando a lomos los productos más variados: pescados ahumados de río, tinajas de oscura miel de brezo y tilo, cestos de polen amarillo, anaranjado, pero, sobre todo, odres de hidromiel y sacos de alfajor, verdadera exquisitez para el paladar.
Aquellos guerreros de torva mirada, sedientos de sangre en cientos de batallas, se calmaban con aquel pago que ninguna tribu mejor producía.”

La religión que profesaban nos fue detallada por los godos que contaban cómo fue Odín su propulsor. Jefe de la Tribu Escitia llegó a subyugar, de igual forma, a toda la Europa Septentrional.
En el singular paraíso que Odín describió a sus guerreros se contaba con suculentas comidas de carne de jabalí, regadas con la hidromiel, bebida que lograban por fermentación y de golpeado espumoso y embriagante. Era el claro antecesor de la cerveza. La escanciaban en los cráneos de los enemigos abatidos en el combate. Para celebrar la victoria, qué mejor celebración que un magnífico festín a la sombra de los tilos mientras tenían como espectáculo el baile de las bellas y voluptuosas vírgenes que la servían en medio de cánticos.

“El alfajor era, sin embargo, una aportación exclusiva de los habitantes de aquel Valle que lo producían desde tiempo inmemorial. Era el alimento por excelencia, de fácil conservación y que los pastores llevaban en sus zurrones al monte donde pasaban una jornada o varias pastoreando sus ganados y que acompañaba a la rica leche de cabra. Su elaboración era a base de la harina de centeno, mijo y trigo, miel de tilo y levadura. Tenían formas diversas y el logrado sabor dependía de otros ingredientes que cada familia sabía dar a las de consumo propio. Así unos tenían sabor a anís, membrillo, jengibre, comino o hinojo. Todas las hierbas aromáticas del alfajor colaboraban en la buena digestión de las carnes a las que acompañaba.
Otro producto de esta excelsa tierra era la jalea real que junto con la miel y el polen constituían preciados medicamentos que se guardaban en cada casa en frescos tarros de barro cocido.
Después de la copiosa comida, los jóvenes del Valle, deleitaban a los egregios visitantes con un hermoso juego en el que se probaba la destreza y la fuerza de los participantes.
Consistía este singular juego en lanzar unas pesadas bolas doradas desde un punto colocado a unos diez metros de una plantilla de nueve troncos de abedul, bellamente tallados y convenientemente alineados y formando un cuadrado perfecto sobre un fondo de arena limpia de guijarros y a los que había que derribar.”

-Con el andar de los siglos, esta leyenda de las bolas de oro aún perdura en lugares como el citado de Peñamellera y en las de Picu Castiellu frente a Soberrón.
En ambas partes, se tiene esta leyenda de que las gentes que las guardaban desde aquellos tiempos narrados, las lanzaron por una sima para que, con la invasión árabe, no fueran llevados en su conquista.
Esta leyenda se me ocurrió en una tarde cualquiera de un día cualquiera al contemplar la Pica Peñamellera, circulando desde la carretera a su paso por el pueblo de El Mazu, una extraña y algodonosa nube la ocultaba a mi vista.
“Hay quien cuenta haber visto, iluminados por los destellos de Thor, en una noche de crudo invierno, las figuras adustas de los guerreros, silueteadas en el cielo de luna llena.”

viernes, 11 de mayo de 2007

LAS HERRERÍAS


Aquí, en términos de Soberrón, limitando con La Pereda, aún se encuentran los restos de una antigua mina de piritas. Queda el pozo cubierto de agua que recuerda a la Laguna negra de los Campos de Castilla de A. Machado.
Ese pozo minero hoy cubierto de agua y lodos, hace aproximadamente unos sesenta y tres años lo vi seco. Varias bombas lo achicaban continuamente echando las aguas que brotaban de las numerosas arterias cortadas de su enramado caudal subterráneo. Recuerdo el olor sulfúreo de sus tierras rojizas. También recuerdo las vías y las carrochas por su interior y las casetas donde dormían los mineros y los camastros con colchones de borra gris que fueron saliendo al sol y al agua al paso imperturbable del tiempo que todo lo arrasa.
Mucho tiempo seguí acudiendo al lugar, una vez cubierta de agua la poza para buscar mineral de pirita para mi colección inacabada. Al lado de la mina hay un bosque que linda con la carretera por el que discurre un cauce de aguas claras y fondo arenoso. Es fácil descubrir su nacimiento, cerca de la entrada principal de una cueva que todos conocemos como la cueva de la Herrería. De joven cuando la visitaba por juego y aventura no sabía de los tesoros prehistóricos que guardaba, ni sospechaba el porqué de su nombre. Hará unos treinta y cinco años, ¡qué rápido se van!, descubrí ya con una mirada más observadora que al pie del manantial de la Herrería quedaron trozos de mineral de manganeso. Dan el aspecto de haber sido calcinados en un horno porque presentan formas acarameladas casi vidriosas por las altas temperaturas. He de decir que esos mismos hallazgos los hice en varios sitios. El primero en descubrir fue en el nacimiento del río Cabra donde los molinos de La Borbolla. Me imaginé que habrían caído de las cargas de los mulos al atravesar el río, pero bien pudiera ser que la fundición estuviese allí mismo en toscos hornos terreros como los que se usaban para la cal, pero nunca encontré alguno. Sí que encontré uno en el río Novales y creí que sería construido para el cocimiento de teja y ladrillo. Ahora que lo pienso debió de ser para cocer el mineral de hierro. Otro sitio donde encontré restos de los mismos minerales y con el mismo aspecto es en la desembocadura del Río Purón, pasado el puente de madera que se hizo para la senda costera. Allí sí se ven restos de edificación, aunque siempre di por sentado que estaría relacionada con la actividad piscícola. ¡Quién sabe!, es decir se podrá saber si se siguen los pasos debidos en escritos. Preguntando, desde luego que no encontré respuesta de nadie aún. Todos me contestaron que así lo conocían desde siempre. ¡Y ese siempre es tan corto! Siguiendo el cauce del río Purón, ya en el pueblo cerca de donde se le añaden las aguas del río Barbalín, hay un sitio que recibe el nombre también de las Herrerías, ¡qué casualidad! y allí se pueden encontrar restos de mineral de hierro aunque esta vez me parecieron ferritas extractivas más que de transformación. A la salida del pueblo, existía un vado del que quedaron restos de una calzada bien asentada aún, según me comentaron, por donde se salía antiguamente a La Borbolla. Este vado se sustituye por un puente que accede a la finca del Clérigu y va a salir a la carretera que va de Puertas a un barrio que esta localidad tiene en los limites con territorio de La Borbolla.
Estamos en un enclave de gran actividad minera, quizás tan vieja como lo es la Edad del Hierro. Desde luego, los antiguos pobladores sabían elegir los sitios adecuados para la subsistencia: el mar y el río y el bosque y el monte eran las mejores despensas. Y en el fértil valle, tenían los frutos silvestres de los bosques y el ganado y el cultivo. Las huellas de la civilización están marcadas en el libro abierto de la tierra, basta andarla, respetarla y ella nos informa si se sabe interpretar su mensaje. 

domingo, 6 de mayo de 2007

La playa "BRETONES"












1ª PARTE

Hacia el siglo V los habitantes de la Bretaña francesa se resistieron a la denominación romana y a sus impuestos, que cada día gravaban más sobre la deficiente economía de la gente del mar.
Después de cruentas luchas, y que pudieron deshacerse del yugo romano, mejoraron sus técnicas navales y se adentraron en el Atlántico llegando frecuentemente a las costas cantábricas a guarecerse de las tormentas que les sorprendían y también impulsados por un afán de aventura: Así llegaron a conocer radas protegidas de los vientos como las que forman la desembocadura del río Novales, llamada con motivo, El Puerto desde tiempo inmemorial que aún persiste en la toponimia de la zona. Más al Este de esta desembocadura, en términos ya de Pendueles, existe una playa de arena fina conocida por muy pocos como Playa de Bretones. No cabe pensar más que cuando estos nombres perduran a través del tiempo en la toponimia es porque fueron tan importantes por lo que en ella ocurrió a favor o en perjuicio de los pobladores de aquella época. No existe ningún cartel que haga referencia a este hermoso rincón con ese nombre. Por el contrario se da la curiosidad de aparecer como el nombre del camping allí ubicado, La Paz, nombre que tomó de la festividad que se celebra en la vecina aldea de Vidiago, por ser su dueño vecino de ella. No obstante y a pesar de todo, pertenece a los realengos sitios de Pendueles la citada playa de Bretones. Da igual para el caso de este relato que voy a contar que pertenezca a uno u otro sitio.
Llegaron en un día de verano. El barco avistó la playa sobre las tres horas del mediodía. El cielo se cubría paulatinamente de negros nubarrones que predicaban agua y eran empujados por el viento de Poniente. Las olas aumentaban de tamaño, pero la fornida embarcación hecha para afrontar las temibles embestidas del Océano Tenebroso, enfocó su mascaron de proa a la rada que se adivinaba. Desembarcarían para pasar la tormenta y de paso se proveerían de nuevos víveres para continuar la singladura. Darían una batida por los alrededores, y era posible que encontrasen pobladores en aquellas plácidas costas con los que poder intercambiar.
Echaron al mar las gruesas cuerdas que ataron diestramente en un momento a las rocas que ofrecían alguna oquedad hasta que la nao quedó sujeta de todos los vientos de un cuerda para evitar que el oleaje la azotase contra las hirientes agujas del acantilado. La playa estaba repleta de arena por lo que la quilla del barco no sufriría y se podría ir avanzando al paso de la marea hasta dejarla varada. Diez marinos se quedaron encargados de esa tarea mientras el resto de la tripulación subió por las rocas hasta las praderas y los bosques que bordeaban la costa. Otros diez se quedaron arriba de vigías mientras otra docena de marinos se adentraron con sus arcos, lanzas y espadas en la espesura del bosque. Los cantos rodados traídos por el pequeño río eran apilados por las mareas y los hacían sonar cuando la marea subía y bajaba de forma ensordecedora con su canto monótono. Esa música de siglos, milenios era ajena al hombre, a la historia misma de la Humanidad.
Uno de aquellos marineros, en este viaje capitán del navío atracado en la playa, era nieto de otro que en un periplo inverso había alcanzado las costas bretonas. Allí había decidido echar raíces y creó su familia; ahora su nieto rehacía el viaje siguiendo las indicaciones de un viejo mapa que su abuelo le había entregado con múltiples signos precisos para no perderse siguiendo siempre las estrellas. Entre esas señales se encontraba la Gran Peña del atún, o Peña Atunera, hito marino que señalaba el lugar de los pastos y de las frutas donde debían recalar para tomar los víveres y seguir la ruta a Poniente por donde se podría bordear la costa hasta los confines de la Tierra. Viejas historias hablaban de barcos que habían llegado en esa ruta desde las ricas tierras de los Tartesos, donde el oro y la plata abundaban.
El grupo que había sujetado concienzudamente la barca al acantilado, ahora se ocupaba de levantar en la misma arena, tres enormes tiendas de pieles engrasadas, sujetas al suelo por correas de cuero al centro de la misma donde se erigían sendos mástiles que bajaron de la embarcación. Pronto en el centro de las tiendas surgió una pequeña humareda hecha de troncos secos encontrados que las mareas iban dejando. Sobre tres rocas alrededor de las llamas colocaron otra piedra arenisca renegrida fue colocada a modo de llar.
Una vez levantado el sencillo campamento subieron por un sendero hasta donde se encontraban y vigías y continuaron el camino a Levante para otear la costa desde lo más alto del terreno. Desde allí vieron entonces la playa de blancas arenas. Tuvieron que esconderse entre los árboles ya que en la playa había un grupo de muchachos y muchachas jugueteando por la arena, bajo la atenta mirada de sus madres. Otros mayores se metían al agua y nadando como peces, buceaban y a sus cinturas llevaban atadas sendas bolsas en las que iban metiendo las capturas que hacían en cada inmersión para llevarlas a la arena cada vez que las llenaban.
Un trueno cercano dio fin a la actividad en la arena y en el agua. Unos y otros coordinados perfectamente por el estruendo del trueno, recogieron sus cosas y se alejaron por la misma playa hasta perderse en el pedrero del Este por el que debieron continuar hasta el poblado. Desde lo alto donde podían divisar las primeras chozas del poblado, pudieron darse cuenta cuando alguien miró al mar, de la presencia del barco en El Puerto. Llevaban unas velas triangulares en un solo mástil y su casco estaba pintado de vivos colores. Echaron a correr hasta la aldea, porque debían avisar a su jefe de la presencia del barco para que en asamblea de emergencia se decidiese la postura a tomar ante el presente acontecimiento nada usual.
Un nuevo trueno retumbó en las cercanas colinas de caliza. Los marinos que habían visto a los nativos en la playa, bajaron una vez que hubieron desaparecido aquéllos y se dedicaron a pequeñas capturas por las hendiduras de las rocas y en las balsas de agua remanente donde quedaban prisioneros sabrosos pececillos y otros seres marinos. Un tercer trueno, esta vez más fuerte fue seguido del rayo zigzagueante. Entonces, los marinos se pusieron de rodillas y aclamaron en un saludo sincronizado al dios de trueno. Thor no los había abandonado en su viaje, les seguía para darles ánimo. Mientras estuviesen en sus territorios, los marinos se consideraban seguros puesto que Él les devolvería al lugar de donde venían, donde su gente les esperaba. Al poco rato regresaron el resto de la tripulación que se había adentrado en la fronda. A hombros sobre dos varales traían muerto un jabalí. Con esa captura tenían asegurada una buena provisión para la continuación del viaje. Además era señal de que habría abundancia. Al día siguiente darían una nueva batida hasta rellenar las despensas del barco. También contaban con seguir los pasos de los nativos y quizás entablar negociación con ellos o quizás batalla. Eso quedaba en manos de Thor quien les guiase a través de los augurios.

2ª PARTE

Los jóvenes que regresaban de darse el baño tras un día de trabajo sofocante, lo hacían visiblemente preocupados por lo visto en la playa. En rostros curtidos por el aire salobre de la costa, se notaba un rictus de tensa preocupación.
En la bolera del pueblo, que a parte de ser un lugar de juego y diversión servía para reunirse sobre los muros de piedra que la cerraban, los vecinos del pueblo en los consejos, al pie de las sombras de los tilos. El jefe de aldea estaba reunido con una centena de vecinos formando un gran corro cuyo centro ocupan los niños sentados sobre las arenas de la bolera. Ese día precisamente estaban reunidos comentando los problemas que tenían con los pastos que compartían con las aldeas cercanas. Cesaron sus conversaciones cuando alguien avisó de la entrada de los jóvenes por una de las paredillas de la bolera, desde la que narraron lo visto por ellos en la playa. Un murmullo de voces lastimeras se levantó bajo la copa del gran tilo. Entonces el jefe hasta entonces sentado como todos en uno de los muros de piedra que formaban las gradas de la bolera descendió hasta el centro con su bastón de mando. Todos callaron y en la bolera se hizo el mayor de los silencios que ni los mismos niños quisieron romper.
-Como primera medida urgente debemos ir a nuestras casas respectivas y coger los enseres más prioritarios en el zurrón personal de cada uno y dirigirse a las cuevas, pues es en ellas donde mejor seguridad podemos tener, como siempre se hizo desde los tiempos de nuestros antepasados. Nos refugiaremos en sus galerías. Nosotros las conocemos bien. Por eso desde niños las visitábamos en nuestros juegos y los mayores nos enseñaron a pasarlas sin antorcha. Instalaremos puntos de vigía en las cercanías del poblado y por medio de las señales convenidas, las mismas que usamos mientras pastoreamos, nos comunicaremos con mucha precaución. Ya sabéis, los cantos del cuco, del picanoriu, si es de madrugada, los del graju, cuervu o pega si es de día y de noche los del búho y lechuza. Los animales domésticos serán metidos en los bosques de abedules, bajo la falda de la sierra. Recoged de casa vuestras espadas, arcos, lanzas, hondas y cascos porque tenemos que estar preparados para una lucha si es preciso por la defensa de nuestras casas o nuestras gentes. Recordad que somos un pueblo amable y servicial si quien nos visita necesita de nuestra ayuda, pero somos un pueblo unido y valiente si vienen en plan de vasallaje. Yo daré la orden por la forma convenida al vigía central para que lo comunique al resto de vigías y por estos a los que dejéis al pie de cueva de vigía. Sincronizaremos nuestra fuerza y estaremos unidos en todo momento. Esa es nuestra forma de supervivencia. La que siempre sirvió y por la que hace tantos años estamos unidos en este valle y por la que seguiremos unidos.
Nada más hubo hablado el jefe, todos los presentes en continuo silencio desfilaron con premura en varias direcciones por los caminos radiales hasta las distintas barriadas para recoger los enseres de sus casas, mientras que otros iban al campo a recoger los ganados que pastaban y llevarlos hasta el pie de la sierra y esconderlos en los pastos del espeso bosque.
Aquella noche, de las casas no se vio salir un hilo de humo de sus hogares. Tampoco se escucharon las esquilas del ganado que fue tapado con hierba para evitar el sonido delante de su situación. La aldea parecía despoblada, fantasmal. Tan solo el aullido de los perros pastores, que se entremezclaban con los ladridos del zorro o los aullidos del lobo, su ancestro más cercano. Los cantos del búho esa noche comenzaron desde la tarde hasta bien entrada la madrugada que callaron para dejar paso a los ladridos de los cánidos que poblaron el valle como si de sus exclusivos moradores se tratase.
La gente, pudo descansar en las cuevas. Por sus mentes desfilaron en las penumbras de las oquedades de la tierra viejas memorias de tiempos atrás contados en el hogar del invierno por los abuelos. Por la memoria de los más ancianos pasaron las narraciones recibidas en las que contaban cómo del pueblo habían salido unos intrépidos navegantes a bordo de una pequeña embarcación que se dirigió a Levante, bordeando la costa para refugiarse en ella en caso de tormenta. También se conocía por las mismas narraciones que uno de los que habían marchado de jóvenes volvió al pueblo de más viejo para cumplir su nostalgia al lado de los suyos que lo recordaban. Supieron por él que habían llegado muy lejos, bordeando la costa de un extenso territorio donde el sol al amanecer cambiaba de lugar. Eso era debido al cambio de dirección del barco y se sabía por la experiencia marinera que ese lugar del que se hablaba quedaba muy al norte. Después de sufrir prisión varios años fueron puestos en libertad y los dejaron integrarse gracias a los conocimientos marinos que demostraron tener. Hicieron su propia colonia y, tras tomar por esposas a mujeres bretonas fueron considerados con el mismo rango que las familias de ellas disfrutaban Al cabo apenas de unas dos décadas, ocupaban cargos importantes en la asamblea de la aldea bretona. Eso fue lo contado por aquél que regresó en solitario y era todo lo que sabían de la aventura marina.
Es fácil ahora comprender cómo serían recibidos aquellos visitantes que llevaban en su barco las señales de su tierra, tanto en el mascarón de proa de la embarcación como en sus velas.
La mañana se despertó con cielo despejado, ya que la tormenta descargó en el mar y apenas vertió sus aguas sobre el campo y el poblado. El pequeño riachuelo que atravesaba el pueblo formaba una laguna en el mismo donde unos patos madrugadores se sumergían para capturar algunos pececillos. De la cueva principal, la Gran Cueva, que había frente a la laguna comenzaron a salir con precaución sus moradores. Primero lo hicieron los mayores, hombres y mujeres. El resto, los más ancianos y por supuesto los niños, permanecerían algunas horas más en el interior hasta recibir el permiso de salir una vez comprobado el riesgo existente. Se dirigieron a la bolera donde ya el jefe y sus más fornidos guerreros esperaban. Todos pertrechados ahora de las más variadas armas de madera y metal que les confería un alto grado de fiereza en sus indumentarias de cuero. El jefe aparte de haber sido un fornido guerrero, era sin duda la persona más ideal de mando, bien ganada su fama de honestidad y seguridad a la hora de tomar decisiones de mando que todos tácitamente respetaban. No había sido elegido en ninguna votación, pero en el caso de que no respondiese a la idea que de él se tenía, en votación general de la asamblea hubiese sido no sólo depuesto de su cargo tácito, sino, en su caso, expulsado de la misma aldea y obligado a abandonarla con su familia si le seguían o solo. Además cumplía con otra exigencia tácita que era la memoria de las cosas más alejadas en el tiempo. Aquella noche pasada en vela, había fraguado la táctica a seguir en caso de presentar hostilidad los llegados. Era, además, un hombre sereno, reflexivo y eso evitaría llevara a su pueblo a una destrucción total.
Pero no era un hombre solitario. A su lado vivía desde su juventud la mujer con la que había creado su familia y ella también participaba en sus cavilaciones y con ella meditaba en alto sus estrategias y en muchas más ocasiones de las pensadas. Le había ayudado a ver claras muchas cosas relacionadas con el gobierno de la aldea. Detrás de un gran hombre siempre se vería, en la sombra de sus quehaceres de cría de la prole una gran ayuda en cuestiones tanto de consejo como de defensa en caso de ser necesario. Las mujeres no se quedaban atrás en ningún menester. Pero eso tardaría siglos aún en ser reconocido y permitirlas participar directamente en el gobierno de sus aldeas como territorios tribales más amplios que llegarían a formarse. Aquellas rudas gentes, no obstante, habían dado este paso hasta límites increíbles en la libertad y la democracia que ya los antiguos griegos y romanos habían visto como buenas para todos. Y cuando se escribiesen los relatos de estos tiempos, se habría que ver con asombro cómo determinados momentos de avance se habían visto por los suelos por el capricho de algún dirigente y la ceguera del pueblo que les habría de refrendar en su puesto de mando, porque ya no se exigía bondad y serenidad a los dirigentes como condiciones tácitas de la figura del jefe.
Armados como podían de viejas espadas, lanzas con puntas de hierro, hondas de cuero o esparto, piedras, horcas de madera o simples bastones labrados de madera resistente de espino o tojo comenzaron a caminar en grupos por las empinadas sendas que se dirigían desde la bolera hasta la atalaya marina. Habían dejado atrás los bosques de robles, encinas y abedules para llegar a los plantíos de las parras donde se maduraban ya los sabrosos racimos de negras uvas que pronto pisarían para extraer el delicioso zumo. Era una vieja herencia de los romanos que habían dejado en su corta estancia en aquellos lugares donde apenas pudieron quedarse por la bravura precisamente de las gentes que no aceptaban sus formas de vida y sus costumbres, pero ciertamente había que reconocer que algunas de aquéllas sí que quedaron, entre otras la fabricación del vino de uva o el prensado de la aceituna para obtener el áureo líquido que dio sabor a sus platos de carne y pescado y el tan apreciado pan de trigo blanco y que poco a poco habría de sustituir al mijo o al centeno en las mesas de sus hogares.
En último caso podría volver a esconderse entre la fronda cercana. De repente, sin darse cuenta se vieron ante una veintena de aquellos visitantes marinos. Se detuvieron a unos doscientos metros ambos grupos. El portaestandarte hundió el mástil de la enseña en el blando suelo. Aquel pendón lo conservaban desde tiempos ya lejanos que lo habían capturado en una guerrilla a los romanos con algún otro material de guerra como espadas y escudos o cascos que algunos portaban. Acostumbraban a clavar las espadas y las lanzas en el viejo tejo que guardaba las tumbas de la necrópolis antes de partir, que estaba entre muros cerca de la bolera de asambleas y juegos. Su veneno penetraría por la herida; bastaría un simple rasguño para acabar con su oponente. Por algo el tejo era considerado el árbol de la muerte. El mástil del estandarte y los varales de las lanzas eran en cambio, de fresno endurecido a fuego. El fresno era el antagonista del tejo, y el mismo rayo respetaba y de él se hacían los camastros y las cunas de los pequeños que colgaban del techo bajo de la casa para prevenir el ataque de alimañas y roedores cuando quedaban dormidos mientras las labores de sus padres fuera de la cabaña. Con sus maderas también se hacían los recipientes para el grano y la leche, el aceite y el agua.
Hubo un instante en que los visitantes se mostraron en toda su dimensión de guerreros, al verse ante aquel hostil y desordenado grupo de oriundos armados con las más inesperadas armas, desde viejas espadas y lanzas de antiguas glorias hasta herramientas de trabajo agrícola. Comprendieron que no eran bien recibidos. El capitán que los mandaba rogó calma y serenidad. Primero anduvo al frente varios pasos, corrió ladera arriba hasta situarse de forma que pudiese ser visto por ambos grupos y, con fuerza, clavó su espada en el suelo en señal de paz. Había reconocido el estandarte que portaba el pueblo. Era tal como le había descrito su abuelo. Todo encajaba. El Peñatu que se veía desde la mar, la pequeña rada, la playa y ahora el estandarte. Recordaba alguna de las palabras que su abuelo le había enseñado decir.
-Hola. Paz. Hermanos.
Esas tres palabras fueron suficientes para que en el grupo del pueblo comenzase a oírse rumor de extrañeza. No eran gentes guerreras, sólo sabían defender su terruño por el que estaban dispuestos a perder hasta la vida con tal de preservar para su descendencia el dominio del lugar. Cultivaban sus campos, explotaban sus bosques, sus ríos y hasta la mar les pertenecía para su supervivencia como grupo humano. Aquel capitán que les hablaba y que había enterrado su espada debía estar relacionado con las historias que también habían escuchado de padres a hijos. No cabía duda de que era hijo, nieto o bisnieto de aquel aguerrido marino que había ido y vuelto hasta la lejana e ignota Bretaña.
El jefe del pueblo también enterró su espada y se encaminó hacia el capitán de los marinos. Cuando estuvieron cara a cara extendieron sus brazos y los entrelazaron en signo de paz y fraternidad. los dos grupos también avanzaron hasta imitar entre sus componentes el gesto del capitán y del jefe.
Ya en la aldea, se hicieron festejos, y una gran cena en la bolera al calor de las hogueras donde se asaron varios corderos y dieron a probar a los invitados de la bebida obtenida de la manzana, fermentada con toda su espuma que hizo que la alegría durase hasta la madrugada entre cánticos y bailes al son de panderos y flautas."

Aún hoy en día, cuando llegan los calores del verano, acuden en sus vehículos de motor, arrastrando sus casas para plantarlas cerca del acantilado y aprovechar la tranquilidad de la playa para bañarse y tomar el sol.
Esta leyenda la fragüé con el recuerdo de unas historias que mi profesor de Física en el Instituto de Llanes, D. Andrés Álvarez Posada, hermano de José Mª (Celso Amieva, el poeta llanisco) nos contó de esta forma, si no recuerdo mal:
"...es en esta playa de Bretones, perteneciente a Pendueles, donde pude encontrar en mis caminatas, la piedra sílex porque los que dieron nombre a este sitio la traían de lastre en sus barcos cuando venían a comerciar con los nativos y cargar las reses."

Nota: 
Años después, de esto hará unos treinta, visitaba la caseta que en la Feria Internacional de Muestras de Gijón, representaba a La Bretaña francesa. Hablé con sus representantes y les comenté el nombre de la citada playa. Ellos me mostraron fotografías de lugares de la costa y me comentaron que existían términos, costumbres y leyendas de navegantes llegados del Cantábrico español, así como la existencia de nombres de lugares y patronímicos de toda la costa cantábrica. De hecho la existencia de una sidra parecida, de los crêpes tan parecidos a nuestros frisuelos y de palabras como "dalle" para describir en el dialecto "patois" a la guadaña. Nombre que aún se usa entre las gentes de algunos pueblos de Asturias, lo que pudiera ser suficiente para rubricar como un fondo verídico sobre el que asentar esta leyenda. 



viernes, 9 de febrero de 2007

EL VALLE DE AGUILAR



Cuenta la historia que, los primeros pobladores de Asturias se dedicaban, principalmente, a la caza y a la recolección de frutas que las especies arbóreas y arbustivas de los bosques guardaban en su fronda, para ofrecérselas al ser que había sido designado por las leyes evolucionistas, para dominio del medio terrestre. 
Todavía se desconoce si esas leyes preveían el uso y abuso que el llamado Rey de la Creación, con el paso del tiempo daría al resto de seres, tanto animales como vegetales. El escenario de los hechos que se van a relatar está enmarcado en la zona oriental de Asturias, entre los ríos Purón y Cabra. Al sur, la cordillera del Cuera y al norte un suave acantilado del cantábrico, salpicado de hermosas playas de arena blanca y fina.
Cuando el hombre llegado del Edén bíblico en busca de un territorio similar al abandonado por sus abuelos, se asentó aquí, el ser dominante de cielos y tierra era el águila en sus variadas especies. Ella mantenía el equilibrio ecológico del ecosistema colocada en su cúspide. Abajo en la espesura del bosque el lobo completaba la cadena alimenticia habitando las cavernas de las que, pronto sería desalojado por su futuro dueño: el hombre.
Los asentamientos primitivos, encontraron aquí el lugar apropiado por la cantidad de cuevas y abrigos naturales que la caliza de montaña proporciona. Había dónde elegir incluso, y se elegía aquella cueva desalojado por su futuro dueño: el hombre. A la entrada de las cuevas dejaban los residuos de su marisqueo: lapas, mejillones, bígaros y toda suerte de caracolas que quedarían petrificados para formar parte de la herencia histórica de generaciones futuras que seguirían aprovechando los recursos allí existentes. 
La tierra en la que habitaban, les recordaba según la tradición oral a aquella de la que procedían en una larga emigración. Entre dos ríos que les protegían. No eran extremadamente malos de vadear, pero eso a su vez representaba una ventaja para ellos mismos que les permitía hacer incursiones más allá. La geografía les permitía colocar puntos de vigía desde donde se seguían los pasos tanto de los exploradores como de quienes osasen llegar. Además, las tribus vecinas eran de su mismo origen troncal y no existían diferencias con ellos, todo lo más cuando se trataba de caza y solían resolverse sin pelea.
La mañana había despertado entre nieblas y la partida de caza se había organizado, como siempre, la noche anterior ante la gran fogata que guardaba la entrada de la cueva. El jefe de la tribu, organización superior conocida, era el que, después de escuchar a los componentes de la anterior partida de caza, escogía a aquellos que presentaban una perspectiva de éxito asegurado en la del día posterior. 
También se elegía un guía que únicamente tenía como misión dirigir al grupo al lugar donde la jornada anterior, había sospechado, visto o intuido la gran caza. Otra partida se dirigía a la costa por  proveerse de pesca y marisqueo para completar la alimentación o sustituir por orden del chamán o brujo la de aquellos que habiendo abusado de las carnes, padecían una extraña enfermedad consistente en dolores musculares que les impedían, sobre todo en días de fuerte humedad ambiental, hasta levantarse de la cama de helechos, a pesar de atribuir a esta especie la facultad de curarlos. Suponemos que se trataría de la gota, reumatismo, enfermedad posteriormente atribuida a reyes o gentes que, creyendo ser mejor alimentación la carnívora que la vegetariana, la solían padecer. 

Llegaban, casi siempre, hasta las cuestas, perpendiculares estribaciones del Cuera. Las mujeres recién paridas eran alimentadas con exquisitos caldos hechos con carnes de urogallo y abundantes y variadas especies vegetales, tanto raíces como frutos, para proporcionarles una dieta rica en sales minerales. Los más ancianos recibían como menú abundancia de frutas, requesones, paté de erizos, leches descremadas y yogures naturales hechos con una especie de hongo que dejaban un día entre la leche de cabra y uro, miel de brezo, oscura y fuertemente olorosa. 

Poco a poco fueron ampliando el recorrido de las incursiones al campo para tomar confianza, cosa que hizo que bajaran la guardia de la defensa de la cueva. Hasta entonces varios vigías se turnaban colocados en los cerros más próximos, habiendo elegido como garitas, pequeños salientes de roca caliza. Allí permanecían todo el día y hacían sus comidas principales. Su agudeza visual y su instinto desarrollado como el de cualquier fiera del bosque, les bastaba para sentirse seguros y dar seguridad al resto de la tribu. Al día siguiente, estos vigías permanecían descansando o elegían su propia diversión. 
En una explanada desde donde se veía la entrada de la gruta, debajo de unos hermosos tilos habían establecido y desarrollado las reglas de un nuevo juego al que los muchachos más jóvenes les atraía e incluso a los no tan jóvenes. Este juego les proporcionaba el ejercicio suficiente para mantenerse en forma sin enfrentamientos tribales ni tan siquiera la caza. 
Un día de invierno en el que la mar cercana parecía haber desatado sus furias y bramaba contra los acantilados, varios desprendimientos de rocas cerca del rincón de la playa donde se acostumbraba a mariscar habían cambiado poderosamente la fisonomía del terreno. 
Buscaban nuevos rincones con el consiguiente resabio a lo desconocido. En la luna anterior se habían hecho expediciones costeras en busca de lugares donde abundase el marisqueo. Siguiendo el cauce del río se llegaba a la mar. Una explanada de rocallas quedaba libre en la marea baja con abundantes pozos de agua donde nadaban peces a los que capturaban con cierta facilidad. Habían inventado el primer artilugio de caza en el agua. Una caña seca hueca con muchos nudos cuya punta cimbreaba sin romperse a la que habían atado una tripa fina y seca en cuyo extremo libre sujetaron como pudieron un trozo de barda llena de afiladas púas donde ensartaban restos de mariscos y pequeños cangrejos. Así pillaban pequeños peces de afiladas mandíbulas que llevar a las brasas salpicados de la salsa elaborada con hierbas que el brujo colectaba. 

En la tribu existía una variopinta fauna de individuos característicos. Salvo la función de jefe que recaía sobre el más anciano, el resto de ocupaciones eran asignadas tácitamente a los individuos que destacaban en éste o en aquel arte de pesca. La de chamán recaía siempre sobre aquella persona, observadora de la naturaleza y de sus ciclos biológicos tanto de animales como de plantas, pero debía dominar asimismo la climatología, la medicina en especial, la astrología y el culto a los incontables dioses. Los cocineros de la tribu eran también bien mirados por su importancia ya que eran quienes se encargaban de prodigar de alimentos en los grandes acontecimientos como las fiestas anuales de primavera y verano. 
Importancia muy grande era la que se daba a los artistas que convertían las paredes de los recintos de permanencia en verdaderas suites donde dejaron constancia hasta nuestros días de la domesticación de nuevas especies de animales como bisontes, elefantes, jabalíes caballos, vacas y el propio lobo, corzos, cabras y un sinfín de animales.
Ocurrió que cerca del asentamiento a que nos referimos cerca de la playa, apareció de mañana una extraña roca brillante que flotaba misteriosamente en el aire por encima del pedrero de la desembocadura del pequeño río. De aquella pulida roca se descubrió una capa parecida en su brillo a la que cubre en días de frío los pozos de los caminos. Una escala brillante a los rayos solares se descolgó por la roca y al instante descendieron por ella varias siluetas de hombres de aspecto brillante como la misma roca. Iba delante uno de aspecto fornido, y cuya indumentaria era difícil de describir para los primitivos ojos de Thu.
La capa talar que le cubría era de material desconocido, no de piel de ningún animal conocido; calzaba botas de cuero brillante y en la mano derecha portaba un extraño báculo en el que se reflejaron los rayos solares transformados en hirientes destellos. Uno de esos rayos abatió una hermosa cierva que miraba también atónita el extraño visitante. Los demás personajes, desprovistos del bastón de luz recogieron la cierva y la llevaron al interior de la roca de donde habían surgido. Otros con zurrones transparentes de una piel extrañamente fina recogieron los animales que viven en las rocas del agua. 

Thu quedó sobrecogido de tantas novedades como estaba percibiendo. Thu era un joven que por su dificultad de nacimiento para correr como los demás niños le llevó a observar todo y aprendió a contarlo a los demás de una forma nueva. Su ausencia de voz le permitió desarrollar otros dones, como es la destreza de grabar en la roca primero con sílex y luego dándole color a siluetas de hombres o animales. Utilizaba pigmentos animales o de tierras que conocía para plasmar en las rocas de las cavernas, los acontecimientos que acontecían. El extraño personaje surgido del mar iba a quedar plasmado para las generaciones venideras en la gran roca Atún que se levantaba en la Acrópolis de su tribu desde donde se domina el valle del río Purón. 
Permaneció inerte, escondido cuanto pudo en su garita natural de vigía, conteniendo la emoción y la respiración no tanto por el miedo que le producían aquellas extrañas figuras y sus armas de brillo como por la impresión que produce lo insólito, lo desconocido. Por suerte aquellos seres debieron llevar suficiente con lo que portaban en las bolsas que habían llenado, se montaron en la roca que les había traído del fondo del mar, se cerró su tapa de hielo y de todo su alrededor se llenaron de ojos verdes que emitían unos reflejos y al chocar con el agua, la convertían en destellos verdosos y se elevó hacia el cielo, primero lentamente y pronto, cuando alcanzó a estar por debajo de las algodonosas nubes, se lanzó como un rayo atravesándolas hasta quedar como un puntito en el horizonte en dirección a donde el sol se pone. 
Aquello que acababa de ver nada tenía que ver con una roca, pero no tenía ningún concepto en su cabeza para compararlo con algo conocido. Años después, ya en su madurez artística plasmaría en una roca natural al abrigo de los rayos del sol que queman la pintura, la figura del personaje aquel de túnica talar y rayos fulgurantes. En lo alto de la acrópolis se reunían anualmente las gentes de los poblados del valle para festejar aquel extraño acontecimiento que ya corría de boca en boca entre los narradores que recorrían el valle y amenizaban en las fiestas de conmemoración como nacimientos o muertes de algún importante jerarca tribal. 
Dominaba como nadie la elaboración de pigmentos y era muy hábil en la detección del material. Bastante cerca de la cueva, conocía un barrero de donde sacaba los ocres pajizos y rojizos. Cada vez que los extraía metía varias pellas en su mochila de piel y regresaba con ellos a la gruta. Los almacenaba en un abrigo de la cueva donde el aire y la humedad los conservaba en estado pastoso para usar de inmediato.
En mitad de la cueva, cerca del hogar, había labrado con buril de sílex una oquedad que le servía para moler los minerales una vez secos al sol. Mientras quedaba al cuidado de la gruta, se pasaba el tiempo en su taller, preparando las tierras de gran valor que ya eran famosas y otros artistas venían a pedirle. A cambio de ellas, le traían como trueque pieles, caza o herramientas de sílex bien talladas y que él se encargaba de pulir. De ellas conservaba en otra pequeña sala, bien al interior, una buena colección que le servían para el trueque en ocasiones en que necesitaba cualquier otra provisión. Era llamado para pintar las grutas entre los ríos Sella y Cares o para retocar viejas pinturas que se estaban deteriorando con el paso del tiempo, pero en ninguna de ellas quiso representar el personaje visto en aquella playa. Podía representar animales que acostumbraba ver por todas las zonas que recorría, pero el personaje de la Roca, como él lo llamaba, nunca en otra pared lo había representado. 
En su mente primitiva ya había unas mínimas pautas que marcaban su oficio de historiador. No usaba palabras. Contaba la Historia en el barro o en la misma roca, pero él sólo usaba apenas una docena de símbolos y figuras. Sabía que era fácil para sus coetáneos descifrar sus grabados. Y para quienes viniesen después también lo sería porque sus narraciones a la luz de las hogueras eran escuchadas por los más jóvenes con mucha atención y ellos serían los llamados a contarlas a sus hijos y estos a los suyos.

Pasaron varios cientos de años, no se sabría con exactitud cuántos. La edad del Bronce dio lugar a la del hierro y ésta a la del cemento armado, a la del plástico. Los habitantes de la zona que vio aquel acontecimiento tan lejano en el tiempo, sólo se preocupan de construir nuevas viviendas a lo largo del Valle de las águilas, aprovechando su belleza natural, pero sin darse cuenta, poniendo en peligro esa misma belleza. 
Yendo desde Llanes en dirección a Santander, apenas andado unos siete kilómetros, está Puertas. Se ve una construcción redonda, sin pintura, con el aspecto tosco que toma el hormigón, nada más pasar bajo el puente del ferrocarril, se desvía uno a la derecha. Hay un amplio aparcamiento para dejar el vehículo. Se toma un sendero que circula por detrás de la edificación para adentrarnos en el bosque de pinos y que nos sube a lo alto de La Sierra donde se puede observar "El ídolo de Peña Tú", o si se quiere, como lo llamaban los antiguos, "La peña del Gentil". Viendo el viajero aquella figura grabada sobre la roca natural, en forma de pez, que es un hito para el navegante marino, quizás se le ocurra alguna explicación mejor. 

PEÑATU O PEÑA TÚ?

 Esta manifestación artística rupestre que se encuentra en nuestra localidad es la primera encontrada en Asturias en su género. Se observan dos formas de expresión distintas. La grabación inicial a la derecha del panel con dos figuras bien claras: el propio ídolo y un puñal a su izquierda. Posteriormente se debió de subrayar ese grabado con pintura roja, posiblemente con el ánimo de hacerlo más visible. Se añadieron elementos, figuras y puntos. Entre ambos sucesos no debió transcurrir demasiado tiempo, pero se puede descartar su contemporaneidad. Los grabados demuestran influencia de la Meseta y las pinturas la del Centro y Mediodía peninsular.Se le denomina el ídolo, pero la más antigua parece ser la de la Cabeza del Gentil está hecha con instrumento de punta roma aunque hay abrasiones en algunos tramos. Tres arcos paralelos conforman la figura del ídolo cerradas abajo por un trazo único rectilíneo. Entre los dos arcos interiores se dibuja en línea quebrada la orla; el arco exterior está festoneado de pequeños trazos simulando el cabello. Presenta claramente los ojos. El cuerpo se representa por siete franjas horizontales a modo de falda. En rojo se resaltaron todos los grabados y se añadieron elementos no visibles de adorno en la cabeza y el trazo entre los ojos a modo de nariz. El pie derecho del ídolo está representado así con cuatro trazos. Otros trazos externos son una serie de puntos que rodean una forma trifoliada y otros veintisiete que, a falta de uno, sería la representación del mes lunar. Figuras humanas formando escena de danza o caza, una más alejada lleva báculo, dos posibles cabras. El puñal aunque extraño a los hallados, presenta la lógica distribución de los cinco agujeros por donde se ataría el mango de madera o hueso. Existen variadas interpretaciones de lo allí expuesto por su autor. Podría ser que las siete capas de la falda representasen los días de cada fase lunar. La aureola de la cabeza, así como la túnica talar, pudiese enmarcar un personaje sacro o regio. Por comparación con otras similares halladas en la península puede datarse en torno al 1500 a. d. C. ¿Se trataría de un asentamiento fortuito o de un lugar de reunión anual de gentes trashumantes? Lo cierto es que ahí nos quedó esa gran roca para recordárnoslo. El nombre también debió de sufrir cambios a lo largo del tiempo. La Peña del Gentil, Peñatu, Peña atún, El ídolo de Peña Tú... Es cierto que desde la costa, y más desde la propia mar, se divisa la roca. Su aspecto dolménico debió de ser lo que atrajo la mirada de los antiguos moradores. Me inclino modestamente a pensar en un lugar de encuentro y parada de los pastores que seguían con sus rebaños. En los bufones de arenillas, en los ríos Purón, Novales y Cabra y en las variadas cavernas existentes en la zona, hay sobradas señales de la población que vivía del aprovechamiento natural de la zona. El paisaje que desde lo alto se columbra hizo el resto. Hoy es un valle con tres núcleos de población: Puertas, Riegu y Vidiago y en el que merece la pena detenerse para andar.