AL LECTOR:

Narraciones de hechos y acontecimientos recordados por el autor; otras recogidas de la tradición oral y escrita.

viernes, 11 de mayo de 2007

LAS HERRERÍAS


Aquí, en términos de Soberrón, limitando con La Pereda, aún se encuentran los restos de una antigua mina de piritas. Queda el pozo cubierto de agua que recuerda a la Laguna negra de los Campos de Castilla de A. Machado.
Ese pozo minero hoy cubierto de agua y lodos, hace aproximadamente unos sesenta y tres años lo vi seco. Varias bombas lo achicaban continuamente echando las aguas que brotaban de las numerosas arterias cortadas de su enramado caudal subterráneo. Recuerdo el olor sulfúreo de sus tierras rojizas. También recuerdo las vías y las carrochas por su interior y las casetas donde dormían los mineros y los camastros con colchones de borra gris que fueron saliendo al sol y al agua al paso imperturbable del tiempo que todo lo arrasa.
Mucho tiempo seguí acudiendo al lugar, una vez cubierta de agua la poza para buscar mineral de pirita para mi colección inacabada. Al lado de la mina hay un bosque que linda con la carretera por el que discurre un cauce de aguas claras y fondo arenoso. Es fácil descubrir su nacimiento, cerca de la entrada principal de una cueva que todos conocemos como la cueva de la Herrería. De joven cuando la visitaba por juego y aventura no sabía de los tesoros prehistóricos que guardaba, ni sospechaba el porqué de su nombre. Hará unos treinta y cinco años, ¡qué rápido se van!, descubrí ya con una mirada más observadora que al pie del manantial de la Herrería quedaron trozos de mineral de manganeso. Dan el aspecto de haber sido calcinados en un horno porque presentan formas acarameladas casi vidriosas por las altas temperaturas. He de decir que esos mismos hallazgos los hice en varios sitios. El primero en descubrir fue en el nacimiento del río Cabra donde los molinos de La Borbolla. Me imaginé que habrían caído de las cargas de los mulos al atravesar el río, pero bien pudiera ser que la fundición estuviese allí mismo en toscos hornos terreros como los que se usaban para la cal, pero nunca encontré alguno. Sí que encontré uno en el río Novales y creí que sería construido para el cocimiento de teja y ladrillo. Ahora que lo pienso debió de ser para cocer el mineral de hierro. Otro sitio donde encontré restos de los mismos minerales y con el mismo aspecto es en la desembocadura del Río Purón, pasado el puente de madera que se hizo para la senda costera. Allí sí se ven restos de edificación, aunque siempre di por sentado que estaría relacionada con la actividad piscícola. ¡Quién sabe!, es decir se podrá saber si se siguen los pasos debidos en escritos. Preguntando, desde luego que no encontré respuesta de nadie aún. Todos me contestaron que así lo conocían desde siempre. ¡Y ese siempre es tan corto! Siguiendo el cauce del río Purón, ya en el pueblo cerca de donde se le añaden las aguas del río Barbalín, hay un sitio que recibe el nombre también de las Herrerías, ¡qué casualidad! y allí se pueden encontrar restos de mineral de hierro aunque esta vez me parecieron ferritas extractivas más que de transformación. A la salida del pueblo, existía un vado del que quedaron restos de una calzada bien asentada aún, según me comentaron, por donde se salía antiguamente a La Borbolla. Este vado se sustituye por un puente que accede a la finca del Clérigu y va a salir a la carretera que va de Puertas a un barrio que esta localidad tiene en los limites con territorio de La Borbolla.
Estamos en un enclave de gran actividad minera, quizás tan vieja como lo es la Edad del Hierro. Desde luego, los antiguos pobladores sabían elegir los sitios adecuados para la subsistencia: el mar y el río y el bosque y el monte eran las mejores despensas. Y en el fértil valle, tenían los frutos silvestres de los bosques y el ganado y el cultivo. Las huellas de la civilización están marcadas en el libro abierto de la tierra, basta andarla, respetarla y ella nos informa si se sabe interpretar su mensaje. 

domingo, 6 de mayo de 2007

La playa "BRETONES"












1ª PARTE

Hacia el siglo V los habitantes de la Bretaña francesa se resistieron a la denominación romana y a sus impuestos, que cada día gravaban más sobre la deficiente economía de la gente del mar.
Después de cruentas luchas, y que pudieron deshacerse del yugo romano, mejoraron sus técnicas navales y se adentraron en el Atlántico llegando frecuentemente a las costas cantábricas a guarecerse de las tormentas que les sorprendían y también impulsados por un afán de aventura: Así llegaron a conocer radas protegidas de los vientos como las que forman la desembocadura del río Novales, llamada con motivo, El Puerto desde tiempo inmemorial que aún persiste en la toponimia de la zona. Más al Este de esta desembocadura, en términos ya de Pendueles, existe una playa de arena fina conocida por muy pocos como Playa de Bretones. No cabe pensar más que cuando estos nombres perduran a través del tiempo en la toponimia es porque fueron tan importantes por lo que en ella ocurrió a favor o en perjuicio de los pobladores de aquella época. No existe ningún cartel que haga referencia a este hermoso rincón con ese nombre. Por el contrario se da la curiosidad de aparecer como el nombre del camping allí ubicado, La Paz, nombre que tomó de la festividad que se celebra en la vecina aldea de Vidiago, por ser su dueño vecino de ella. No obstante y a pesar de todo, pertenece a los realengos sitios de Pendueles la citada playa de Bretones. Da igual para el caso de este relato que voy a contar que pertenezca a uno u otro sitio.
Llegaron en un día de verano. El barco avistó la playa sobre las tres horas del mediodía. El cielo se cubría paulatinamente de negros nubarrones que predicaban agua y eran empujados por el viento de Poniente. Las olas aumentaban de tamaño, pero la fornida embarcación hecha para afrontar las temibles embestidas del Océano Tenebroso, enfocó su mascaron de proa a la rada que se adivinaba. Desembarcarían para pasar la tormenta y de paso se proveerían de nuevos víveres para continuar la singladura. Darían una batida por los alrededores, y era posible que encontrasen pobladores en aquellas plácidas costas con los que poder intercambiar.
Echaron al mar las gruesas cuerdas que ataron diestramente en un momento a las rocas que ofrecían alguna oquedad hasta que la nao quedó sujeta de todos los vientos de un cuerda para evitar que el oleaje la azotase contra las hirientes agujas del acantilado. La playa estaba repleta de arena por lo que la quilla del barco no sufriría y se podría ir avanzando al paso de la marea hasta dejarla varada. Diez marinos se quedaron encargados de esa tarea mientras el resto de la tripulación subió por las rocas hasta las praderas y los bosques que bordeaban la costa. Otros diez se quedaron arriba de vigías mientras otra docena de marinos se adentraron con sus arcos, lanzas y espadas en la espesura del bosque. Los cantos rodados traídos por el pequeño río eran apilados por las mareas y los hacían sonar cuando la marea subía y bajaba de forma ensordecedora con su canto monótono. Esa música de siglos, milenios era ajena al hombre, a la historia misma de la Humanidad.
Uno de aquellos marineros, en este viaje capitán del navío atracado en la playa, era nieto de otro que en un periplo inverso había alcanzado las costas bretonas. Allí había decidido echar raíces y creó su familia; ahora su nieto rehacía el viaje siguiendo las indicaciones de un viejo mapa que su abuelo le había entregado con múltiples signos precisos para no perderse siguiendo siempre las estrellas. Entre esas señales se encontraba la Gran Peña del atún, o Peña Atunera, hito marino que señalaba el lugar de los pastos y de las frutas donde debían recalar para tomar los víveres y seguir la ruta a Poniente por donde se podría bordear la costa hasta los confines de la Tierra. Viejas historias hablaban de barcos que habían llegado en esa ruta desde las ricas tierras de los Tartesos, donde el oro y la plata abundaban.
El grupo que había sujetado concienzudamente la barca al acantilado, ahora se ocupaba de levantar en la misma arena, tres enormes tiendas de pieles engrasadas, sujetas al suelo por correas de cuero al centro de la misma donde se erigían sendos mástiles que bajaron de la embarcación. Pronto en el centro de las tiendas surgió una pequeña humareda hecha de troncos secos encontrados que las mareas iban dejando. Sobre tres rocas alrededor de las llamas colocaron otra piedra arenisca renegrida fue colocada a modo de llar.
Una vez levantado el sencillo campamento subieron por un sendero hasta donde se encontraban y vigías y continuaron el camino a Levante para otear la costa desde lo más alto del terreno. Desde allí vieron entonces la playa de blancas arenas. Tuvieron que esconderse entre los árboles ya que en la playa había un grupo de muchachos y muchachas jugueteando por la arena, bajo la atenta mirada de sus madres. Otros mayores se metían al agua y nadando como peces, buceaban y a sus cinturas llevaban atadas sendas bolsas en las que iban metiendo las capturas que hacían en cada inmersión para llevarlas a la arena cada vez que las llenaban.
Un trueno cercano dio fin a la actividad en la arena y en el agua. Unos y otros coordinados perfectamente por el estruendo del trueno, recogieron sus cosas y se alejaron por la misma playa hasta perderse en el pedrero del Este por el que debieron continuar hasta el poblado. Desde lo alto donde podían divisar las primeras chozas del poblado, pudieron darse cuenta cuando alguien miró al mar, de la presencia del barco en El Puerto. Llevaban unas velas triangulares en un solo mástil y su casco estaba pintado de vivos colores. Echaron a correr hasta la aldea, porque debían avisar a su jefe de la presencia del barco para que en asamblea de emergencia se decidiese la postura a tomar ante el presente acontecimiento nada usual.
Un nuevo trueno retumbó en las cercanas colinas de caliza. Los marinos que habían visto a los nativos en la playa, bajaron una vez que hubieron desaparecido aquéllos y se dedicaron a pequeñas capturas por las hendiduras de las rocas y en las balsas de agua remanente donde quedaban prisioneros sabrosos pececillos y otros seres marinos. Un tercer trueno, esta vez más fuerte fue seguido del rayo zigzagueante. Entonces, los marinos se pusieron de rodillas y aclamaron en un saludo sincronizado al dios de trueno. Thor no los había abandonado en su viaje, les seguía para darles ánimo. Mientras estuviesen en sus territorios, los marinos se consideraban seguros puesto que Él les devolvería al lugar de donde venían, donde su gente les esperaba. Al poco rato regresaron el resto de la tripulación que se había adentrado en la fronda. A hombros sobre dos varales traían muerto un jabalí. Con esa captura tenían asegurada una buena provisión para la continuación del viaje. Además era señal de que habría abundancia. Al día siguiente darían una nueva batida hasta rellenar las despensas del barco. También contaban con seguir los pasos de los nativos y quizás entablar negociación con ellos o quizás batalla. Eso quedaba en manos de Thor quien les guiase a través de los augurios.

2ª PARTE

Los jóvenes que regresaban de darse el baño tras un día de trabajo sofocante, lo hacían visiblemente preocupados por lo visto en la playa. En rostros curtidos por el aire salobre de la costa, se notaba un rictus de tensa preocupación.
En la bolera del pueblo, que a parte de ser un lugar de juego y diversión servía para reunirse sobre los muros de piedra que la cerraban, los vecinos del pueblo en los consejos, al pie de las sombras de los tilos. El jefe de aldea estaba reunido con una centena de vecinos formando un gran corro cuyo centro ocupan los niños sentados sobre las arenas de la bolera. Ese día precisamente estaban reunidos comentando los problemas que tenían con los pastos que compartían con las aldeas cercanas. Cesaron sus conversaciones cuando alguien avisó de la entrada de los jóvenes por una de las paredillas de la bolera, desde la que narraron lo visto por ellos en la playa. Un murmullo de voces lastimeras se levantó bajo la copa del gran tilo. Entonces el jefe hasta entonces sentado como todos en uno de los muros de piedra que formaban las gradas de la bolera descendió hasta el centro con su bastón de mando. Todos callaron y en la bolera se hizo el mayor de los silencios que ni los mismos niños quisieron romper.
-Como primera medida urgente debemos ir a nuestras casas respectivas y coger los enseres más prioritarios en el zurrón personal de cada uno y dirigirse a las cuevas, pues es en ellas donde mejor seguridad podemos tener, como siempre se hizo desde los tiempos de nuestros antepasados. Nos refugiaremos en sus galerías. Nosotros las conocemos bien. Por eso desde niños las visitábamos en nuestros juegos y los mayores nos enseñaron a pasarlas sin antorcha. Instalaremos puntos de vigía en las cercanías del poblado y por medio de las señales convenidas, las mismas que usamos mientras pastoreamos, nos comunicaremos con mucha precaución. Ya sabéis, los cantos del cuco, del picanoriu, si es de madrugada, los del graju, cuervu o pega si es de día y de noche los del búho y lechuza. Los animales domésticos serán metidos en los bosques de abedules, bajo la falda de la sierra. Recoged de casa vuestras espadas, arcos, lanzas, hondas y cascos porque tenemos que estar preparados para una lucha si es preciso por la defensa de nuestras casas o nuestras gentes. Recordad que somos un pueblo amable y servicial si quien nos visita necesita de nuestra ayuda, pero somos un pueblo unido y valiente si vienen en plan de vasallaje. Yo daré la orden por la forma convenida al vigía central para que lo comunique al resto de vigías y por estos a los que dejéis al pie de cueva de vigía. Sincronizaremos nuestra fuerza y estaremos unidos en todo momento. Esa es nuestra forma de supervivencia. La que siempre sirvió y por la que hace tantos años estamos unidos en este valle y por la que seguiremos unidos.
Nada más hubo hablado el jefe, todos los presentes en continuo silencio desfilaron con premura en varias direcciones por los caminos radiales hasta las distintas barriadas para recoger los enseres de sus casas, mientras que otros iban al campo a recoger los ganados que pastaban y llevarlos hasta el pie de la sierra y esconderlos en los pastos del espeso bosque.
Aquella noche, de las casas no se vio salir un hilo de humo de sus hogares. Tampoco se escucharon las esquilas del ganado que fue tapado con hierba para evitar el sonido delante de su situación. La aldea parecía despoblada, fantasmal. Tan solo el aullido de los perros pastores, que se entremezclaban con los ladridos del zorro o los aullidos del lobo, su ancestro más cercano. Los cantos del búho esa noche comenzaron desde la tarde hasta bien entrada la madrugada que callaron para dejar paso a los ladridos de los cánidos que poblaron el valle como si de sus exclusivos moradores se tratase.
La gente, pudo descansar en las cuevas. Por sus mentes desfilaron en las penumbras de las oquedades de la tierra viejas memorias de tiempos atrás contados en el hogar del invierno por los abuelos. Por la memoria de los más ancianos pasaron las narraciones recibidas en las que contaban cómo del pueblo habían salido unos intrépidos navegantes a bordo de una pequeña embarcación que se dirigió a Levante, bordeando la costa para refugiarse en ella en caso de tormenta. También se conocía por las mismas narraciones que uno de los que habían marchado de jóvenes volvió al pueblo de más viejo para cumplir su nostalgia al lado de los suyos que lo recordaban. Supieron por él que habían llegado muy lejos, bordeando la costa de un extenso territorio donde el sol al amanecer cambiaba de lugar. Eso era debido al cambio de dirección del barco y se sabía por la experiencia marinera que ese lugar del que se hablaba quedaba muy al norte. Después de sufrir prisión varios años fueron puestos en libertad y los dejaron integrarse gracias a los conocimientos marinos que demostraron tener. Hicieron su propia colonia y, tras tomar por esposas a mujeres bretonas fueron considerados con el mismo rango que las familias de ellas disfrutaban Al cabo apenas de unas dos décadas, ocupaban cargos importantes en la asamblea de la aldea bretona. Eso fue lo contado por aquél que regresó en solitario y era todo lo que sabían de la aventura marina.
Es fácil ahora comprender cómo serían recibidos aquellos visitantes que llevaban en su barco las señales de su tierra, tanto en el mascarón de proa de la embarcación como en sus velas.
La mañana se despertó con cielo despejado, ya que la tormenta descargó en el mar y apenas vertió sus aguas sobre el campo y el poblado. El pequeño riachuelo que atravesaba el pueblo formaba una laguna en el mismo donde unos patos madrugadores se sumergían para capturar algunos pececillos. De la cueva principal, la Gran Cueva, que había frente a la laguna comenzaron a salir con precaución sus moradores. Primero lo hicieron los mayores, hombres y mujeres. El resto, los más ancianos y por supuesto los niños, permanecerían algunas horas más en el interior hasta recibir el permiso de salir una vez comprobado el riesgo existente. Se dirigieron a la bolera donde ya el jefe y sus más fornidos guerreros esperaban. Todos pertrechados ahora de las más variadas armas de madera y metal que les confería un alto grado de fiereza en sus indumentarias de cuero. El jefe aparte de haber sido un fornido guerrero, era sin duda la persona más ideal de mando, bien ganada su fama de honestidad y seguridad a la hora de tomar decisiones de mando que todos tácitamente respetaban. No había sido elegido en ninguna votación, pero en el caso de que no respondiese a la idea que de él se tenía, en votación general de la asamblea hubiese sido no sólo depuesto de su cargo tácito, sino, en su caso, expulsado de la misma aldea y obligado a abandonarla con su familia si le seguían o solo. Además cumplía con otra exigencia tácita que era la memoria de las cosas más alejadas en el tiempo. Aquella noche pasada en vela, había fraguado la táctica a seguir en caso de presentar hostilidad los llegados. Era, además, un hombre sereno, reflexivo y eso evitaría llevara a su pueblo a una destrucción total.
Pero no era un hombre solitario. A su lado vivía desde su juventud la mujer con la que había creado su familia y ella también participaba en sus cavilaciones y con ella meditaba en alto sus estrategias y en muchas más ocasiones de las pensadas. Le había ayudado a ver claras muchas cosas relacionadas con el gobierno de la aldea. Detrás de un gran hombre siempre se vería, en la sombra de sus quehaceres de cría de la prole una gran ayuda en cuestiones tanto de consejo como de defensa en caso de ser necesario. Las mujeres no se quedaban atrás en ningún menester. Pero eso tardaría siglos aún en ser reconocido y permitirlas participar directamente en el gobierno de sus aldeas como territorios tribales más amplios que llegarían a formarse. Aquellas rudas gentes, no obstante, habían dado este paso hasta límites increíbles en la libertad y la democracia que ya los antiguos griegos y romanos habían visto como buenas para todos. Y cuando se escribiesen los relatos de estos tiempos, se habría que ver con asombro cómo determinados momentos de avance se habían visto por los suelos por el capricho de algún dirigente y la ceguera del pueblo que les habría de refrendar en su puesto de mando, porque ya no se exigía bondad y serenidad a los dirigentes como condiciones tácitas de la figura del jefe.
Armados como podían de viejas espadas, lanzas con puntas de hierro, hondas de cuero o esparto, piedras, horcas de madera o simples bastones labrados de madera resistente de espino o tojo comenzaron a caminar en grupos por las empinadas sendas que se dirigían desde la bolera hasta la atalaya marina. Habían dejado atrás los bosques de robles, encinas y abedules para llegar a los plantíos de las parras donde se maduraban ya los sabrosos racimos de negras uvas que pronto pisarían para extraer el delicioso zumo. Era una vieja herencia de los romanos que habían dejado en su corta estancia en aquellos lugares donde apenas pudieron quedarse por la bravura precisamente de las gentes que no aceptaban sus formas de vida y sus costumbres, pero ciertamente había que reconocer que algunas de aquéllas sí que quedaron, entre otras la fabricación del vino de uva o el prensado de la aceituna para obtener el áureo líquido que dio sabor a sus platos de carne y pescado y el tan apreciado pan de trigo blanco y que poco a poco habría de sustituir al mijo o al centeno en las mesas de sus hogares.
En último caso podría volver a esconderse entre la fronda cercana. De repente, sin darse cuenta se vieron ante una veintena de aquellos visitantes marinos. Se detuvieron a unos doscientos metros ambos grupos. El portaestandarte hundió el mástil de la enseña en el blando suelo. Aquel pendón lo conservaban desde tiempos ya lejanos que lo habían capturado en una guerrilla a los romanos con algún otro material de guerra como espadas y escudos o cascos que algunos portaban. Acostumbraban a clavar las espadas y las lanzas en el viejo tejo que guardaba las tumbas de la necrópolis antes de partir, que estaba entre muros cerca de la bolera de asambleas y juegos. Su veneno penetraría por la herida; bastaría un simple rasguño para acabar con su oponente. Por algo el tejo era considerado el árbol de la muerte. El mástil del estandarte y los varales de las lanzas eran en cambio, de fresno endurecido a fuego. El fresno era el antagonista del tejo, y el mismo rayo respetaba y de él se hacían los camastros y las cunas de los pequeños que colgaban del techo bajo de la casa para prevenir el ataque de alimañas y roedores cuando quedaban dormidos mientras las labores de sus padres fuera de la cabaña. Con sus maderas también se hacían los recipientes para el grano y la leche, el aceite y el agua.
Hubo un instante en que los visitantes se mostraron en toda su dimensión de guerreros, al verse ante aquel hostil y desordenado grupo de oriundos armados con las más inesperadas armas, desde viejas espadas y lanzas de antiguas glorias hasta herramientas de trabajo agrícola. Comprendieron que no eran bien recibidos. El capitán que los mandaba rogó calma y serenidad. Primero anduvo al frente varios pasos, corrió ladera arriba hasta situarse de forma que pudiese ser visto por ambos grupos y, con fuerza, clavó su espada en el suelo en señal de paz. Había reconocido el estandarte que portaba el pueblo. Era tal como le había descrito su abuelo. Todo encajaba. El Peñatu que se veía desde la mar, la pequeña rada, la playa y ahora el estandarte. Recordaba alguna de las palabras que su abuelo le había enseñado decir.
-Hola. Paz. Hermanos.
Esas tres palabras fueron suficientes para que en el grupo del pueblo comenzase a oírse rumor de extrañeza. No eran gentes guerreras, sólo sabían defender su terruño por el que estaban dispuestos a perder hasta la vida con tal de preservar para su descendencia el dominio del lugar. Cultivaban sus campos, explotaban sus bosques, sus ríos y hasta la mar les pertenecía para su supervivencia como grupo humano. Aquel capitán que les hablaba y que había enterrado su espada debía estar relacionado con las historias que también habían escuchado de padres a hijos. No cabía duda de que era hijo, nieto o bisnieto de aquel aguerrido marino que había ido y vuelto hasta la lejana e ignota Bretaña.
El jefe del pueblo también enterró su espada y se encaminó hacia el capitán de los marinos. Cuando estuvieron cara a cara extendieron sus brazos y los entrelazaron en signo de paz y fraternidad. los dos grupos también avanzaron hasta imitar entre sus componentes el gesto del capitán y del jefe.
Ya en la aldea, se hicieron festejos, y una gran cena en la bolera al calor de las hogueras donde se asaron varios corderos y dieron a probar a los invitados de la bebida obtenida de la manzana, fermentada con toda su espuma que hizo que la alegría durase hasta la madrugada entre cánticos y bailes al son de panderos y flautas."

Aún hoy en día, cuando llegan los calores del verano, acuden en sus vehículos de motor, arrastrando sus casas para plantarlas cerca del acantilado y aprovechar la tranquilidad de la playa para bañarse y tomar el sol.
Esta leyenda la fragüé con el recuerdo de unas historias que mi profesor de Física en el Instituto de Llanes, D. Andrés Álvarez Posada, hermano de José Mª (Celso Amieva, el poeta llanisco) nos contó de esta forma, si no recuerdo mal:
"...es en esta playa de Bretones, perteneciente a Pendueles, donde pude encontrar en mis caminatas, la piedra sílex porque los que dieron nombre a este sitio la traían de lastre en sus barcos cuando venían a comerciar con los nativos y cargar las reses."

Nota: 
Años después, de esto hará unos treinta, visitaba la caseta que en la Feria Internacional de Muestras de Gijón, representaba a La Bretaña francesa. Hablé con sus representantes y les comenté el nombre de la citada playa. Ellos me mostraron fotografías de lugares de la costa y me comentaron que existían términos, costumbres y leyendas de navegantes llegados del Cantábrico español, así como la existencia de nombres de lugares y patronímicos de toda la costa cantábrica. De hecho la existencia de una sidra parecida, de los crêpes tan parecidos a nuestros frisuelos y de palabras como "dalle" para describir en el dialecto "patois" a la guadaña. Nombre que aún se usa entre las gentes de algunos pueblos de Asturias, lo que pudiera ser suficiente para rubricar como un fondo verídico sobre el que asentar esta leyenda.