AL LECTOR:

Narraciones de hechos y acontecimientos recordados por el autor; otras recogidas de la tradición oral y escrita.

viernes, 17 de enero de 2014

San Antón, en Parres


Esta fiesta, quizás por la época del año en que se celebra, es de menos exigencias en todo. San Antón era para los campesinos, el veterinario, siempre a mano, para hacer el milagro con algún animal, ya sea en las enfermedades como en los partos. Bastaba con reservarle "el pique" del matacío con el rabo, pegado a ser posible a un buen pedazo de tocino, aunque dependía de la generosidad del devoto antes que de la importancia de la gracia concecida por el bueno de San Antón. Si no se hacía Sanmartín en casa, se cumplía con algo de las cosechas como patatas, ajos, cebollas o maíz en una ristra bien trenzada, pues la estética también contaba, o un par de docenas de huevos, una gallina, un gallo, un conejo, un pato o cualquier otra cosa o animal que se tuviese.
Tras la misa, la procesión alrededor de la iglesia y lo más divertido, el desfile de animales por delante del Santo para ser bendecidos y así dejarles protegidos para lo que resta del año. Ese era y sigue siendo el ritual de esta festividad que se lleva a cabo, en Parres, el 17 de enero, desde tiempos inmemoriables.
Actualmente, ni se hace matacío de forma generalizada en las casas, ni abundan las gallinas en los corrales, ni se siembra apenas maíz, salvo para ensilarlo en verde para la alimentación en las escasas explotaciones ganaderas que quedan. A pesar de eso, la fiesta se mantiene y cada vez acude más gente a verlo. Cambian los animales bendecidos, eso lo nota hasta el mismo San Antón. Ahora acuden a recibir las aguas benditas de la Jornica, animales de compañía de lo más variopinto, desde una tortuga a un hurón o una pecera con ciprinos dorados, que tienen el mismo derecho de bendición, por supuesto, que el resto de los animales tradicionales del campo de antes.
De aquélla, en las cuadras se echaba toda la mañana en preparar las vacas. Era su día en realidad. Ni una gota de suciedad en la piel, ni una brizna de hierba en las colas, que relucían al sol, antes de salir camino de la iglesia. Se bruñían las campanillas y se embetunaban las correas que las sujetaban al cuello de los animales, se comprobaba el emparejamiento de los sonidos de la pareja del carro, o si era el caso, se engalaba el caballo con los mejores arreos y los cascabeles, quien los tuviera. La procesión podía durar un buen tiempo, pues llegaban de todos los barrios.
Hacer pasar una manada de vacas con sus terneros, por delante del santo, era harto difícil, si no se disponía de una cuadrilla de acompañantes. Los que tenían pocas, las llevaban atadas o  emparejadas. Se escuchaba en la lejanía, las voces de los guías y los ladridos de los perros que les apoyaban, junto con el mugido de las vacas y el sonido de las campanillas, lloqueros y zumbonas. Algunos no lo conseguían, pero las aspersiones del agua bendita, se daba por hecho, llegaban a todos los animales a gran distancia.
Hecha la calma, se guardaba el santo en su peana dentro del templo, a la espera de otro año más. Bien es cierto que a San Antón no le faltaban velas ni rezos en ninguna misa dominical. Su tierna figura de abuelo nos miraba desde su hornacina y con ella nos protegía.
Afuera en el pórtico se procedía a la subasta de los ofrecimientos. Distribuidos por unidades o en lotes, para darle más agilidad, eran adquiridos por el mejor postor, si bien, podía darse el caso que el mismo ofertante llevase la idea de volver a casa con lo que había entregado al precio que fuese, sobre todo tratándose de un animal del que no quisiera desprenderse.
Por la tarde, la fiesta tenía lugar dentro de la Casa Concejo, bajo las escuelas, amenizada por los sones de la gaita y el tambor o, como algo muy especial, podíamos disfrutar con los aires que Juan Junco sacaba de su acordeón.